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Publicado por
ISIDORO RODRÍGUEZ CUBILLAS
León

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NORMALMENTE el montañismo es una actividad anónima, íntima, ajena por completo a las luces y a los brillos. Por eso los montañeros hacen habitualmente sus actividades sumidos en el oscuro silencio y muchas veces en la incomprensión cuando se conocen sus andanzas. Hace ya muchos años, 37 para ser exacto, al llegar a la cima del Naranjo de Bulnes, nos encontramos una tarjeta de los que nos habían precedido el día anterior, y me llamó la atención leer el nombre de unos leoneses: José María y José Luís, quienes habían subido acompañados de dos guías de la tierra: Juan Tomás Martínez, nacido en Camarmeña, pero residente en Caín, y Alfredo Caldevilla, de Cordiñanes. Cosa poco frecuente era por aquellos años que paisanos nuestros compartieran la afición por escalar montañas, y menos las que entrañaban una notable dificultad como el Picu Urriellu, al que después del Cainejo , algunos habitantes de Caín y del valle de Valdeón, o Francisco Courel, pocos leoneses habían subido. Pero José María Suárez no era nuevo en esta modalidad deportiva, desde muy joven comenzó a recorrer las montañas de nuestra tierra cuando sólo lo hacían los lugareños o el entusiasta grupo que en León estaba encabezado por Diego Mella, a quien acompañaban Isaac Medarde, Felipe Frick, y un largo etc. Los Picos de Europa fueron su pasión, sus cumbres, sus collados y sus canales, conocieron de su paso durante la segunda mitad del siglo pasado, y su larga figura no era desconocida sobre todo en el entorno de Collado Jermoso. Recuerdo cierta ocasión en la que, dirigiéndome a los Tiros de Casares para pasar de la vega de Liordes a Cabaña Verónica, me encontré de repente con José María Suárez que descendía por un nevero con una particular equipación, llevaba en la mano un caldero, y de su mochila sobresalía hacia arriba el palo de una escoba. Después de los saludos y las risas de rigor, me comentó que llevaba un kit de limpieza para el refugio de Collado Jermoso, que por aquél entonces no tenía guarda, pues la última vez que había estado allí, estaba muy sucio. En otras ocasiones coincidimos en distintos lugares, incluso vivaqueando teniendo como techo las estrellas en la vega de Liordes. Cuando nos encontrábamos por la calle, cosa frecuente pues compartíamos el mismo barrio, siempre aprovechaba para charlar un rato conmigo de montañas o de los lugares en los que había estado últimamente, y siempre veía en sus ojos la chispa de la ilusión. La vida tiene siempre un ineludible final, pero el recuerdo permanece para siempre en aquellos que nos conocieron.