«Nunca comentábamos lo de los abusos porque nos avergonzaba»
Emiliano Álvarez asegura que los tocamientos en el seminario de La Bañeza eran habituales.
A. Domingo | Redacción
A sus 50 año no le importa poner nombre y apellidos a su relato. Y conseguir hasta la foto en el caso de los abusos sexuales a menores en el Seminario Menor San José, de La Bañeza, resulta chocante, pues ni tan siquuiera el denunciante de los abusos —reconocidos por el sacerdote José Manuel Ramos Gordón— ha querido ir más allá de dos iniciales. Otros que aseguran haber sido testigos tampoco pasan de las iniciales, pero Emilano Álvarez Delgado no elude ni la foto.
Reside en Borrenes en la actualidad y cursó sexto, séptimo y parte de octavo de Educación General Básica (EGB) en el seminario menor y afirma que ya en su época —ingresó en el curso 77/78 y el caso reconocido por la Iglesia es del año académico 88/89— los abusos eran una práctica habitual.
«Teníamos de tutor a don Apolinar. De él no me consta, pero Ángel Sánchez Cabo ya empezaba a tocarnos en sexto. Por la noche, cuando ya estábamos dormidos —no sé si eran las once de la noche—, venía al dormitorio, te enfocaba con una linterna a los ojos. Entonces retiraba las sábanas, te bajaba el pijama y te tocaba. Varias veces me desperté y me acuerdo del brillo de sus gafas —le conocías por eso, porque eran doradas— y del pelo rubio. Aquello era continuo».
Emiliano Álvarez encontró en las malas compañías cierta defensa ante esta situación. «Te quedabas a fumar y estabas despierto a esas horas, por lo que te podías defender a esas horas», explicó. Cuando el grupo clandestino de fumadores se acostaba «nos subíamos a los tabiques que separaban las camas y veíamos cómo la luz iba de una a otra cama».
Los tocamientos eran un tema tabú entre los alumnos. Al menos en el círculo de Álvarez: «Cuando te llamaban a las habitaciones a hablar con ellos o te tocaban, al día siguiente no podías mirar a la cara a nadie, porque tus compañeros lo sabían. Nunca habla nada entre nosotros porque nos avergonzábamos. Todos lo pasamos».
La conducta que refiere el exalumno generaba una espiral de silencio, pero, según su versión, influía comportamientos entre los alumnos como «llamarte ponerte un mote o nombre en femenino, como uno que le llamaban la Negra; a mí me llamaban Emiliana —a los once años los rasgos son muy aniñados—. Era un tormento: los mayores te miraban como si fueras carne fresca y hasta alguno te decía ‘cáscame una paja’».
Álvarez Delgado asegura que llegó a no tener clara su identidad sexual. «No considero la homosexualidad como una enfermedad, sino que es genética. Gracias a Dios soy heterosexual, pero tuve que probar la homosexualidad, practicarla, para conocer mi opción, porque no lo tenía claro. Y esto, hasta los 40 años... Una lucha con las drogas, con la sociedad, conmigo mismo...».
En el internado existía un refugio: la enfermería, donde Álvarez «recuerdo haberme tirado hasta diez días. Lo hacíamos por no volver a nuestro dormitorio, porque allí no subían». Tretas como frotar el termómetro para que subiera y «otras cincuenta mil maneras» daban resultado en ocasiones. «En la enfermería, «las monjas te trataban como tu madre: ‘arrópate’, te daban de comer de puta madre... Te sentías querido —en parte— y sabías que allí no subían». El exseminarista refiere maltrato físico, pero reconoce que bofetadas y otros golpes no llegaban a requerir asistencia sanitaria.
La huida
Álvarez delgado que la presión llegó a tal punto que en octavo, allá «por febrero o marzo, no recuerdo, me escapé. No sé si había mangado alguno o era un cúmulo de situaciones», pero el caso es que el alumno del seminario desapareció. «Yo estaba al lado del seminario. Vinieron mis padres, me buscaron por La Bañeza, pero yo tenía miedo, porque si volvía me iban a crujir y tampoco le iba decir nada a mis padres. Eran tiempos en los que si te pegaban en el colegio cuando menos te iban a decir que motivo les daría para hacerlo».
La escapada supuso su expulsión del centro, pero no por este hecho, señaló, sino porque «no conocía al párroco de mi pueblo» —Valencia de Don Juan—. «Se supone que, como seminarista, debía trabajar por la Iglesia y yo ni me sabía el nombre del párroco... Bastantes misas escuchaba yo en La Bañeza para que, encima, en Semana Santa, fuera yo a tocar los cojones».
Emiliano Álvarez señala que no podía echar en cara de sus padres lo que estaba viviendo. Está convencido de que la influencia de su madre fue decisiva en su suerte, pero no le culpa por lo que vivió: «A mi padre ni le hables de la Iglesia. Pero mi madre es de las que creen a pies juntillas: católica, apostólica y romana».
Lo abusos continuaron «hasta que marché». La relación con los compañeros de seminario que ha encontrado después era distante. «A mí no me importa hablar de tos temas, pero a otros sí. Sabe que yo sé que los dos sabemos que nos pasó lo mismo. Ese es el tema. Quizá algunos la sexualidad de algunos que han acabado homosexuales hubiera sido otra si no hubieran pasado por todo aquellos. Y aunque hubieran elegido esta opción, tampoco tenían por qué sufrirlo».
La infancia, señaló, es la etapa de la vida «más importante de una persona. Es entonces cuando te reafirmas en unas actitudes y rechazas otras».
Ahora, su objetivo se centra en arreglar su relación con su familia. Con el tiempo expuso lo ocurrido en su casa. «Cuando lo conté, mi madre se reía con una risa a la defensiva. Pero ya me habían hecho bastante daño como para que ella, mi madre, no me creyera».
«Cuando salí del seminario mi sexualidad era una perdición... Durante tres meses tuve un enano encima del pecho: un gnomo que al mirarle me dejaba paralizado. Ahora sé que ese terror nocturno era somatizar el miedo que sufrí entonces. Después, he estado en muchos mundos, en lo peor, pero allí he conocido a gente mucho mejor que en este colegio y que en los ayuntamientos, en la política y que muchos otros que dicen ser gente de bien».
Álvarez fue expulsado «porque no conocía a mi párroco». A.D.M.