Pequeña historia de un tren de cercanías
Cualquiera de las cosas que nuestra provincia disfruta, bien sean de prestaciones y servicios públicos, como de bienes de consumo y asentamiento de industrias, tiene su anecdotario, su pequeña o gran historia y, sobre todo, ese factor humano qu
Traemos hoy a este Retablo, cuya intención es airear la memoria histórica para conocimiento de las nuevas generaciones, el relato de uno de los sucesos que más satisfactoriamente conmovió a nuestros abuelos a la hora de disfrutar la ampliación de comunicaciones estables con el norte de la provincia, Palencia, Santander y el País Vasco, con un especial atractivo dominguero centrado en el Bajo Torío, el Curueño y el Porma en Boñar. Fue la puesta en marcha del flamante tren de vía estrecha, que el día 31 de mayo de 1923 inauguraba los 28,190 kilómetros que separaban la capital leonesa del industrioso pueblo de Matallana de Torío. Pero no resultó tan fácil, sino más bien todo lo contrario, llegar a esa jubilosa fecha inaugurativa. Todo se complicaba a cada paso que se avanzaba. Los proyectos habían comenzado a elaborarse y realizarse en el año 1902 -precisamente hace ahora cien años- y la Compañía de los Ferrocarriles de La Robla-Valmaseda, que venía explotando la línea desde finales del siglo anterior, derivó el proyecto y construcción hacia la recién constituida Compañía del Ferrocarril del Torío, que obtuvo la concesión de la obra el día 17 de marzo de 1903 en la persona de don Juan Isla Domenech. El 11 de julio, con la asistencia de destacados accionistas de la Compañía, daban comienzo las obras de explanación, que en pocos meses cubrieron los primeros cinco kilómetros. Vinieron años enrevesados para la economía de la empresa y la construcción se paralizó con la intención de remontar en breve el bache financiero, y así, con sucesivos intentos fallidos de retomar la obra iniciada, pasa la iniciativa a una nueva empresa, Industria y Ferrocarriles. Un tren deseado En el año 1919 presenta en el ministerio de Fomento el reformado proyecto de la unión férrea de León y Matallana, proyecto que se aprobó el 4 de febrero de 1920, cuya concesión a la Sociedad, se materializaba el 10 de septiembre de aquel año. Dos años y medio largos, tardaría en hacerse realidad, todavía, aquel esperado tren que tenía en vilo a las gentes del Torío por los vaivenes que había tenido el proyecto. Los chicos de los años cincuenta conocimos el tren de Matallana -o el Hullero, como decían nuestros padres-, en pleno apogeo. El transporte del talco, del carbón y las mil y una mercancías que veíamos pasar desde el recién estrenado patio del Colegio de los Maristas, no despertaban en nosotros ningún sentimiento; pero los domingueros trenes especiales, cargados de una variopinta y joven multitud bullanguera y retozona, sí que impactaron en nuestros deseos de participar en las alegres excursiones y ver el lugar al que iban los otros. Aquellos trenes, con parada de término en las estaciones de Matallana y Boñar, rebosaban de gentes ávidas de conquistar un espacio en las riberas del bajo Torío. Los vagones de madera se abarrotaban de bolsas merenderas, botas o cantimploras con vino ordeñado a las cepas del prieto picudo, gaseosas de aquellas amarillas, jerseys para «por si acaso»... y hasta el apeadero escogido, el ambiente se llenaba de canciones que pasaban por el recuerdo de «mi tío Desiderio» hasta llegar al «vino que tiene Asunción» para terminar con la inevitable «Asturias, patria querida», que todos entonaban. Encuentros entre los chopos El chirriar de los frenos y el espaciado ritmo del "cha-ca-cha" del tren, anunciaba la llegada de la primera estación. La mayor parte de la gente se apeaba entre San Feliz, Garrafe, Pedrún y Pardavé, perdiéndose en las frondosas choperas que escoltaban el río. Chicas y chicos, confundidos en el desenfado de numerosas pandillas, olvidábamos la rigidez que nos impusieron las formas de aquel entonces, y lejos de las severas miradas de nuestros preceptores espirituales, siempre tan obsesionados con el demonio, el mundo y, sobre todo, la carne, procurábamos encontrar la parte positiva del mandato supremo que rige el irrefrenable y sugestivo encuentro de los dos sexos. El padre Torío purificaba nuestros cuerpos con sus cristalinas y serranas aguas. Más tarde, con el protagonismo de una buena tortilla y el complemento de un chorizo casero adobado con el pimentón de La Vera, dábamos paso a una animada y larga sobremesa donde los chascarrillos, picardías y canciones populares ponían una nota graciosa en consonancia con la paz bucólica de aquellos campos. Después había que volver, pero muchos de nosotros no teníamos ni un duro, pues las cuatro «perras» que te daban de propina no llegaban más allá del billete de ida y un refresco a media tarde. Se imponía entonces la habilidad y el encubrimiento para sortear el paso del revisor y poder volver a casa sanos y salvos. Menos mal que en aquellos benditos tiempos funcionaba de sobra la llamada solidaridad. Además, a esta buena voluntad de las personas que nos acompañaban en el tren y que más de una vez nos salaron, hay que unir la «vista gorda» de aquellos revisores que sabían muy bien de las penurias económicas de los chicos de posguerra, terminaban siempre con un final feliz en la estación del Padre Isla.