Diario de León

LEÓN TOMA CONCIENCIA DE SU PASADO

La cuneta de la infamia

El kilómetro 90 de la carretera comarcal leonesa 623 se ha convertido, desde hace apenas una semana, en el punto de mira de todas las organizaciones humanitarias internacionales preocupadas por la suerte del ban

Uno de los últimos cráneos aparecidos en la fosa común de Piedrafita de Babia

Uno de los últimos cráneos aparecidos en la fosa común de Piedrafita de Babia

Publicado por
Emilio Gancedo - PIEDRAFITA.
León

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Un Villablino amedrentado y silencioso veía pasar por sus calles, aquella noche del 5 de noviembre de 1937, a dos camiones cargados de prisioneros republicanos de entre 18 y 45 años. Presumiblemente se dirigían a la cárcel de San Marcos de León, lugar al que eran conducidos muchos de los milicianos, soldados, dirigentes o simples simpatizantes del bando republicano que eran capturados en la provincia leonesa, especialmente a lo largo del frente de guerra, en el límite entre León y Asturias. Nunca llegaron a su destino. Uno conducía a 18 prisioneros, el otro a 19. Antes de entrar en el pueblo de Piedrafita de Babia, se detuvieron en un recodo de la carretera, hicieron bajar a los detenidos, y, uno a uno, los ejecutaron. Algunos murieron de un solo tiro en la nuca, rompiéndose la mandíbula al caer al suelo, a otros les descerrajaron, además, disparos en la cadera, a otros posiblemente también los apalearon, pues sus restos muestran fracturas en los miembros superiores. En una hondonada no demasiado profunda amontonaron sus cuerpos a medida que caían. A la mañana siguiente, muy pronto, Ricardo Suárez -entonces tenía 14 años, hoy, más de ochenta- se dirigía en compañía de su madre a trabajar unas tierras cercanas. El perro que los acompañaba se puso muy nervioso en cuanto pasaron cerca del lugar en el que había tenido lugar la masacre, apenas unas horas antes, y Ricardo decidió acudir a ver qué sucedía, ya que «nunca lo había visto así», asegura. Lo que vio se le quedaría grabado en la memoria para siempre: tierra removida, ropa revuelta y charcos de sangre. Sus dos hermanos, entonces combatientes en el frente, se encontraban desaparecidos, y su primer pensamiento fue para ellos. Avisó a su madre y ambos permanecieron juntos, llorando, durante toda la mañana, «no podíamos hacer ninguna otra cosa». Su incertidumbre, no obstante, se despejaría poco después. Tuvieron suerte: los hermanos sufrieron la cárcel pero no murieron, uno de ellos incluso llegó a la casa familiar una noche y estuvo refugiado en ella durante casi un año. Son historias que ya pocos pueden contar, pues se remontan a más de sesenta y cinco años de distancia, con un paréntesis añadido de silencio forzoso y amnesia colectiva durante el franquismo que la democracia española apenas está comenzando a rasgar. Historias personales que muchos de los que ayer acudieron a presenciar las exhumaciones todavía pueden contar, como la

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