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OPINIÓN Juan Carlos Villacorta

Las edades de Castilla

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León

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Me decía recientemente el doctor Brasa, leonés antes que cirujano, nacido en Santibáñez de la Isla, que es una extensión de chopos que se alza, como la torre de la ermita de Castrotierra, o como pendones verdes, al cielo del infinito, que, en su última visita a Astorga, se había quedado un rato pensando a la vista de la Catedral y de la casa de La Botica. Creo que se quedaría pensando en las edades de Castilla. La Catedral es uno de los paisajes del alma castellana, un paisaje de fe en piedra; y, un día, acodados en uno de los muros de la fachada de la casa de La Botica, para protegernos del sol, Luis Alonso Luengo me dijo: Esta casa es la más genuina representación del genius loci de Astorga, y pienso que la Catedral es, igualmente, uno de los arquetipos del genius temporis de Castilla. Lo que el humanista de Santibáñez de la Isla veía allí era las edades de Castilla: la edad de uno de los fragmentos de la historia de la Cristiandad en España en el resplandor de una custodia que sigue iluminando a las gentes y a los pueblos de la Maragatería y conformando muchos de sus hábitos locales, y la edad del tiempo de Castilla, la edad del hidalgo laborioso, la del comerciante honrado, la del arriero fiel a sus raíces en su incansable trashumancia. En el portalón de la casa de La Botica había un hexaedro de piedra con una argolla para atar en ella a las caballerías. Aquella enorme piedra cuadrada era uno de los basamentos de la familia maragata, una familia siempre agobiada de lejanías y siempre enhiesta. Sobre esa piedra se edificó también la edad de Castilla. La vigencia de estos dos símbolos, el de la religación religiosa y el de la continuidad del tejido familiar, otorga un sentido a las edades de Castilla, y significa, de algún modo, la plenitud del ser en las edades del hombre. El hombre de Castilla sigue estabilizado en el equilibrio entre su destino humano y su destino sobrenatural. Los tiempos cambian las modas que pasan, pero en Castilla se sigue creyendo en lo que permanece, en la espera siempre del juicio temporal y del juicio final. Cuando se recorre Castilla y León, la vigencia de sus edades se hace patente en su innumerable patrimonio, pero también en su cromatismo y hasta en el aura de su atmósfera. Sus ciudades se distinguen no solamente porque en ellas se advierte como una gravedad emplomada, sino también por su gravedad, por su dignidad y su discreción. En muchas de sus calles se sigue viendo lo que veían Azorín o Benjamín Palencia, el cromatismo de los códices miniados de la vieja piedad y el culto a los antepasados que es una liturgia de la tradición, la serena amistad con el vecino y el amor a las cosas comunes, que son señales de humanidad. Y se sigue viendo, también, lo que no se ve.