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Walter Hernan lleva 25 años caminando para que nunca más alguien robe la infancia de un niño

El peregrino de Auschwitz

Walter Hernan Koch es judío. Hace unos días llegó al cuartel de la Guardia Civil de Sahagún, presentó sus credenciales y pidió, a cambio, un poco de car

Walter Hernan Koch fue un niño judío en Auschwitz y es un peregrino del mundo que pide paz

Publicado por
Acacio Díaz Corresponsal de SAHAGÚN.
León

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Cuando Walter cumplió 15 años no lo celebró con ninguna tarta. A esa edad le cambiaron las velas por descargas eléctricas y los regalos por insultos. Porque Walter Hernan Koch, con 75 años y natural de Hannover, era un niño de madre judía y padre holandés. La sangre que corría por sus venas, en los años 40, era estigma de todo un pueblo. Estaba marcado y con un destino trazado. Con 15 años Walter sabía que iba a morir. Tuvo suerte. Consiguió escapar a Auschwitz. «Perdono el pasado, pero me resulta imposible apartar de mi cabeza el horror que vi en la infancia». Si es que alguna vez le dejaron tenerla. Los alemanes marcaron su cuerpo, para que nunca olvidara quien era, de donde venía y hacia donde nunca llegaría. «Hoy en día continúo viendo ese horror en mi cuerpo», Walter señala su cabeza y su boca, no son las de un hombre de 75 años, están llenas de descargas, de salientes, de miedo y de heridas. «Cada vez que cambia el tiempo se me paraliza la parte derecha de la cara. Después la cabeza me bombea con un dolor insoportable», lo dice con dificultad. También fueron los nazis quienes le quitaron los dientes y las encías. Por eso a Walter Hernan Koch le han tenido que operar varias veces para ponerle un estómago de plástico. «Con él no puedo comer lo que me gustaría, pero al menos puedo». Paz en el mundo Le acompañan en su peregrinaje una mochila y varios papeles. Ellos son los que acreditan su pasado judío y su estancia en Auschwitz. Lleva un cuarto de siglo caminando, «aunque no me gusta hacerlo. No termino de acostumbrar a mis pies llagados». En su viaje recorrió Holanda, Bélgica, Francia, Yugoslavia, Suiza y, ahora, España. No tiene un lugar donde llegar y que ponga «Fin». Su meta, si llega, es otra. «Quiero erradicar la violencia en el mundo. Por eso me sacrifico. Pretendo demostrar que una guerra es injusta e inútil. Con la II Guerra Mundial sucedió. El tiempo se encargó de demostrar que ni sirvió, ni demostró nada a la humanidad». Pero a él se la tatuaron no sólo en la cara, en el cuerpo o en la cabeza, también lo hicieron en sus sueños. La guardia civil de Sahagún no le negó la caridad. Tampoco sus vecinos. «Siempre he encontrado el calor humano necesario para poder afrontar la etapa del día siguiente. Nunca me faltó nada para llevarme a la boca, ni un abrigo con que cubrir mis hombros», exclama con sentimiento. Después de recibir la certificación que acredita su paso por cualquier lugar, continúa su peregrinaje. «Gracias a los visados que obtengo y mis credenciales no caigo en la mendicidad», baja la mirada. Es triste, porque aunque Walter sonría, de sus pupilas no se borra que fue un niño sin infancia. «Pronto recibiré una cantidad importante que ponga fin a mi peregrinaje. Un dinero con el que podré dar forma a mis sueños». Éstos son tres. «Con esos billetes podré construir un centro de acogida para ancianos, otro para niños y un tercero para toxicómanos», asegura con la dulzura de un hombre que no quiere que «nadie más en el mundo pase por lo que a mi pueblo le tocó pasar». «Fue una guerra en la que exterminaron a más de un millón de personas. No se miraba ni la edad, ni el sexo, ni la condición de quien se mataba. Éramos judíos, no servíamos para nada». La fortaleza que sus pies ahora muestran fue la que le salvó del horror nazi. Walter introduce un puño en su boca desdentada «mira no sólo es que no pueda expresarme sin dificultad, es que casi me cabe el brazo en la boca». Las guerras sin sentido Sin embargo, Walter se siente satisfecho. Asegura que su ejemplo, su caminata, sirve «para enseñar a las gentes de cualquier cultura que las guerras no tienen sentido. Todos pierden porque siempre muere alguien». En su caso, los alemanes no sólo le arrancaron los dientes, los sueños, las encías y las ganas de comer para toda la vida. Aquella guerra, también, le dejó sin madre, con lo que eso supone. «El último recuerdo que tengo de ella es su mirada cuando la estaban metiendo en la cámara de gas». Walter no tiene hijos, «pero si los tuviera les hubiera enseñado que las fronteras no sirven para nada».