Historia y tradición, en un ciclo sobre las calles que se inicia mañana
Una ciudad con carácter alegre
El mosaico provincial leonés, espléndidamente nutrido de un importante patrimonio material, cultural y espiritual, cuenta con joyas como esta ciudad de La Bañeza, rebosante de historia, privilegio y tradición. Decimos bien lo de «ciudad», pues por decisión de la reina regente doña María Cristina, el día 3 de enero de 1895, se concedió a la villa de La Bañeza tal galardón, en justa recompensa a su progreso social y económico. Aunque los orígenes bañezanos se pierden en la noche de los tiempos, existen datos incontestables sobre su antigua consideración como plaza estratégica de primer orden. En esta zona estuvieron emplazadas diversas divisiones romanas, pues aquí se desgajaba una arteria secundaria de la Vía de la Plata que continuaba hasta la actual capital portuguesa de Braga. Por estas tierras pasarían los soles de muchos siglos hasta que, con fecha 29 de abril del año 932, aparece citado el nombre de «Vanieza» en un vetusto documento, aludiendo a la donación efectuada por un matrimonio al obispo astorgano de San Genadio. Reyes y nobles como los Bazán eligieron este enclave para asentar sus posesiones y linajes, conformando con el curso del tiempo un lugar distinguido tanto por las manifestaciones artísticas como por su cultura popular. Durante centurias el mercado de La Bañeza estuvo considerado entre los más insignes del noroeste peninsular, constituyendo un referente obligado para unas gentes que disfrutan del comercio y del discurrir cotidiano. La alegría es una prolongación natural de la personalidad bañezana, como prueban los típicos y festivos carnavales que concitan el interés de miles de forasteros. Aunque tales esparcimientos no están reñidos con la seriedad y el tradicional «saber estar» de sus vecinos. Veamos, por ejemplo, las ordenanzas municipales redactados por el Ayuntamiento en el año 1900. Entre las normas que regían los actos diarios de nuestros abuelos podemos encontrarnos con perlas como la prohibición de formar corrillos a las entradas de los templos, pues podrían perturbar la devoción de los fieles. También los niños estaban en el punto de mira de los severos munícipes, siendo severamente castigados los juegos y entretenimientos en la vía pública, «ya que por su naturaleza pueden trastornar la marcha libre y ordenada de los transeúntes». En fin, una reglamentación que vista con más de cien años de perspectiva desprende cierto olor a naftalina, aunque nos dice mucho acerca de esta ciudad con mucha biografía a sus espaldas.