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León

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No hace falta visitar la Estación Internacional de Canfranc, fastuoso edificio que se cae a trozos por la desidia, para hacerse una idea del abandono de las instalaciones de Renfe y de su patrimonio, que es, por cierto, de todos los españoles. Un viaje en tren por España es un viaje por los confines de la ruina: material móvil de gran valor histórico pudriéndose a la intemperie, tinglados de mercancías destruidos, estaciones decrépitas, playas de vías convertidas en estercoleros, peligrosos pasos a nivel eternamente sin barreras... El llamado ferrocarril convencional, o sea, el tren de toda la vida, agoniza en aras, al parecer, del tren veloz, ese donde te devuelven el precio del billete si llega con retraso porque nunca se retrasa, pero la consecuencia última de ese abandono de las líneas tradicionales que articulan la difícil geografía española se sustancia en algo más que en el citado paisaje desolador, crepuscular y ruinoso: en la pérdida de vidas humanas. Sólo en la provincia de León se han producido tres descarrilamientos de convoyes en lo poco que llevamos de año; el último, el pasado jueves, el del Talgo que hace la relación Gijón-Alicante. De milagro el accidente, producido por el pésimo mantenimiento de las vías tras el temporal de lluvias, no tuvo las luctuosas consecuencia del sufrido hace un par de semanas por ese otro Talgo en Albacete, que se saldó con dos pasajeras muertas y una porción regular de heridos. Tan escandaloso es el abandono del tren por parte de la compañía estatal que lo monopoliza que otro Talgo, esta vez el Cartagena-Barcelona-Montpellier, no pudo salir a su hora de la ciudad murciana porque alguien, cualquiera, le había cortado los manguitos al freno durante la noche. En tanto se gastan sumas fabulosas en los trenes de alta velocidad tan amados por políticos y comisionistas, el tren de todos, el de siempre, el único que cumple aún una función social y vertebradora en la España que se despuebla, mata sin querer y se muere.