Los ladronzuelos desplumaban aquí las aves robadas al viento
A pesar del noble linaje y acreditada hidalguía de la villa bañezana, también entre nuestros antepasados existieron gentes del bronce muy amigas de los bienes ajenos, acuciadas por el viejo y penoso refrán de «quien hambre tiene, con pan sueña». Y ni cortas ni perezosas, ajenas a las consecuencias penales, dedicaban todos sus afanes diarios a apropiarse ilícitamente de las aves y gallinas que pudieran distraer a sus confiados vecinos. Con el botín entre las manos, los pícaros ladronzuelos acudían presurosos a esta calle para desplumar los animales objetos del hurto. Y al aire solía salir despedido el plumaje de sus presas, sometido al crudo y habitual bufido de los vientos. Según expertos en esta historia, como Gonzalo Mata Ferrero o el ya nombrado Padre Albano, el sonoro término de Bufalapluma vendría a ser una onomatopeya entre bufido y pluma que, contra todo pronóstico, ha llegado hasta nuestros días. La universidad de la vida Sin duda alguna, la picaresca ha sido uno de los mayores logros de la literatura española, sublimando por escrito el modus vivendi de aquel país hambriento hasta dotarlo de categoría y renombre universales. Sus personajes más destacados se incluyen en el mismo bando que los descuideros afincados siglos atrás en la calle Bufalapluma. Seres desvalidos en lo pecunario, pero ingeniosos cuyo limitado compendio de saberes provenía de la cruel universidad de la vida, y cuyo único objetivo diario estaba dirigido a apaciguar los lamentos de sus escuálidos estómagos. Hasta aquí la evocación de una de las vías con mayor solera y casticismo de La Bañeza, impregnada del rico aroma a otras épocas duras y difíciles. Así pervive la calle Bufalapluma, a modo de cariñoso ajuste de cuentas con el pasado.