La picaresca llega hasta nuestros días gracias al pintoresco nombre de la vía
Bufalapluma
Antes de entrar a analizar el sorprendente término que adorna su rótulo, sin duda uno de los más llamativos del nomenclator local, seguiremos la pauta habitual en esta sección, recorriendo con nuestros lectores el trayecto urbano bautizado como calle de Bufalapluma. Su punto de partida se localiza en la larga y comercial Vía de la Plata, plena de carisma y personalidad propia, concluyendo en la arteria que homenajea a doña María de Zapata, aquella dama de la nobleza tan decisiva en el pasado histórico de nuestra ciudad. Entre ambos puntos, la trayectoria curvada de la calle, jalonada por edificios de pequeño y atractivo formato, presenta en su discurrir algunos detalles interesantes. Por ejemplo, la rinconada que forma en su ángulo derecho, caracterizada por las formas habituales en otros tiempos. O los adornos con imágenes de águilas que pueden admirarse a lo largo del recorrido. Se trata, en definitiva, de una calle corta pero pintoresca, que sin duda hace honor a su extraordinario nombre. La ciudad actual está compuesta por un mosaico de retales urbanos con diferentes colores y texturas, cosidos entre sí hasta conformar un bonito dibujo abigarrado y colorido. Y para recrear lo que fue la vida cotidiana en esta villa allá por los siglos XVI y XVII, más o menos la época en que debió surgir el término de Bufalapluma, contamos con los eruditos estudios realizados por el Padre Albano, gran especialista en los retratos históricos de tan singular período. A pesar de que durante cierto tiempo nuestra arteria se llamó calle de Riego de la Vega, sin duda por conducir en dirección a dicho pueblo, su recuperada y tradicional denominación de Bufalapluma tiene mucho que ver con los tiempos en que el antaño glorioso imperio español comenzó su declive. Los fastos propiciados por el oro llegado a espuertas desde el Nuevo Mundo habían quedado en el olvido, sustituidos por las mil campañas militares desarrolladas con desigual fortuna a lo largo y ancho del mundo. Y mientras tanto, el pueblo llano comenzaba a padecer el fantasma del hambre. Ese flagelo de la Humanidad que se convirtió, desgraciadamente, en un fenómeno generalizado en aquella España venida a menos. Se calcula que en los siglos XVI y XVII llegaron a haber más de 300.000 mendigos vagando por los caminos del país, mientras que los arruinados caballeros, fingiendo hartura, espolvoreaban sus barbas con migas de pan para dar la impresión de recién comidos, aunque sus estómagos estuvieran aún más vacíos que sus faltriqueras. El hambre, la gazuza, se hizo tan apremiante, que algunos desaprensivos decidieron tirar por la calle del medio y dedicarse al furtivismo o al simple robo.