Diario de León
Publicado por
Gerardo Boto
León

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Poco después del año 1200, el obispo leonés Manrique de Lara encargaba la única serie de imágenes de monarcas que ha poseído la catedral de Santa María de Regla. Los reyes, de Ordoño II a Alfonso V, figuran entronizados y distinguidos por los atributos de poder en los folios del Libro de las Estampas, manuscrito que recopilaba los privilegios concedidos por los soberanos a la mitra durante más de cien años. Y con los reyes una legendaria mujer, la condesa Sancha, asesinada por su sobrino por donar a la catedral parte de los bienes que él esperaba heredar. Con documentos y retratos, o lo que se entendía por retratos en los albores del siglo XIII, se pretendió llamar la atención del rey vigente, Alfonso IX, siempre más sensible a Compostela que a León. Pero ésta no es una historia con final feliz: el proyecto del Libro de las Estampas quedó interrumpido con la muerte del obispo Manrique, el promotor de la obra; el Reino de León se extinguió con Alfonso IX, el destinatario potencial del códice. En el Libro todos los monarcas son identificados por su nombre. Todos, menos Ordoño II. No era necesario, porque para los leoneses del año 1200 -como, seguramente, para los de hoy en día- él era el rey por antonomasia. En este punto la memoria de la ciudad y de la catedral se han mantenido fieles a sí mismas, es decir a Ordoño. A fin de cuentas fue él quien asignó a la sede su ubicación definitiva al ceder parte de su palacio, termas romanas en realidad; quien concedió que la iglesia catedralicia se distinguiera como el escenario de unción y coronación de los reyes de León, los únicos en la Península que podían adquirir la majestad imperial, como Alfonso VII en 1135; y, por el enterramiento de Ordoño II, la catedral se convirtió en panteón regio. Claro que esta es otra historia de final abrupto: después de inhumar al efímero Fruela II, del que pronto se perdió sepultura y recuerdos, el mausoleo de Regla quedó clausurado. Primero Palat de Rey y después San Isidoro se llevaron la palma. El nuevo edificio gótico emergía del suelo a mediados del siglo XIII. Sus promotores no se contentaron con dotarlo de dimensiones, imágenes y atmósferas que proclamaran que aquella realidad era el vivo reflejo en la Tierra de la Ciudad celeste de Dios. Con el nuevo templo buscaron, además, plasmar el poder religioso, político y militar, que ejercían el obispo y el cabildo en la ciudad. Sólidos muros y deslumbrantes vidrieras custodiarían, desde entonces en adelante, el tesoro más preciado de la sede, las reliquias de los santos obispos Froilán, Alvito y Pelayo. Pero, junto a todo ello, era de justicia dar cuenta de la presencia activa del poder regio. De justicia digo, así que nada mejor que hincar ante la puerta principal el locus apellationis, tribunal en el que las enmiendas se resolvían con el Fuero Juzgo en la mano. La obra gótica se llevó adelante merced al espíritu emprendedor del obispo Martín Fernández, fiel aliado de Alfonso X durante un par décadas y padrino, de bautizo y de bodas, del heredero Sancho IV. El prelado agradeció al rey su respaldo instalando su efigie, con blasones y soflamas, en las vidrieras altas del templo (1ª y 5ª del lado norte de la nave central). Alfonso X figura ataviado como emperador de Occidente ante un obispo, quizá el propio Martín, que sanciona la legitimidad de sus aspiraciones imperiales. Pero el rey nunca pasó de ahí. La imagen fijada en los ventanales de la catedral de León resulta pues una ficción histórica, un espejismo fugaz. Efímera, y casi espejismo, fue también aquella proclamación en 1296 de un nuevo rey de León, Juan, el otro hijo del rey Sabio. El templo mayor avanzaba en su construcción y volvía a ser escenario de una investidura regia. Y con eso Don Juan debió tener bastante, porque nunca aspiró a sepultarse en la catedral leonesa. Sí supervisó, en cambio, el enterramiento de su dadivoso hijo, Alfonso de Valencia (de Valencia de Don Juan, entiéndase) en el presbiterio mayor de Santa María de Regla. Su enjundioso túmulo y el de la decapitada condesa Sancha fueron trasladados hacia 1585 a la capilla de la Virgen Blanca. Gobernaba Alfonso X y en la catedral se esculpía la figura de un rey para uno de los pilares mayores del templo (hoy en el Museo catedralicio). Los historiadores han intentado discernir la identidad del personaje y adivinar si estamos ante «un» rey o ante «el» rey en términos genéricos. ¿Se tratará del rey que aspiraba a emperador? En León el soberano por excelencia era, ya lo sabemos, Ordoño II. Y sin embargo, nada hizo Alfonso X para rehabilitar la memoria de aquel antepasado, concediéndole, por ejemplo, un monumento funerario como el que le procuró al Cid. El desafecto del padre pasó al hijo, así que Sancho IV, que tanto se afanó por dignificar los panteones de Alfonso VI en Sahagún, de Alfonso VII y Sancho III en Toledo o de Sancho II en Oña, también pasó de puntillas ante la tumba de Ordoño. A finales del siglo XIII numerosas catedrales y monasterios reclamaban su relevancia política y espiritual a través de los catafalcos de reyes y héroes. En León el obispo y los canónigos no esperaron más. Decidieron reavivar ellos mismos la memoria del monarca fundador y, de paso, espantar el fantasma de la marginalidad política. Después de todo el beneficio, económico o moral, que de ahí se derivara revertiría en el cabildo y la mitra. Aparejar un fastuoso túmulo real, en varios aspectos concebido a semejanza de las sepulturas episcopales ya existentes, suponía la estrategia más eficaz para reivindicar y conmemorar la dimensión regia de la catedral. Y ya puestos, concederle una ubicación decorosa: en el perímetro derecho del viejo coro, bajo uno de los arcos que deslinda la nave central y su colateral diestra. El presbiterio mayor de la catedral ya contaba con tres cuerpos santos distribuidos en los umbrales de la girola, constituyendo una corona sagrada alrededor del altar principal. Ahora se incorporaba a un personaje civil, el rey, y a lo largo del siglo XIV a otros dos aristócratas, Alfonso de Valencia y la condesa mártir Sancha, emparejados respectivamente con los santos obispos Pelayo y Alvito. El discurso religioso se enhebraba en el político y ambos redundaban en el prestigio de la sede. La catedral de León se soñaba recuperando el tiempo y la reputación perdida. Otro espejismo: el poder seguirá condensándose en Toledo y Sevilla. Nada de esto hoy puede ser percibido in situ. El visitante sólo se encuentra con la gran tumba de Ordoño II en el trasaltar. Con el traslado a su emplazamiento definitivo, hacia 1460, el rey quedó emparejado con el santo mayor, Froilán, espalda con espalda. Los fieles perdían el acceso físico a las reliquias del patrón espiritual pero ganaban un complejo programa iconográfico que, ampliado en este momento, proclama la sacralización del poder regio, en general, y magnificaba a Ordoño, en particular. No debe ser éste un asunto tan indescifrable cuando todavía en la actualidad hay devotos que se santiguan después de haber tocado el orbe que el soberano empuña en su izquierda. El mismo orbe que Cristo sostiene mientras bendice a los leoneses. «La memoria de la Catedral y de la ciudad se han mantenido fieles a sí mismas, es decir a Ordoño II» «Aún hay quienes se santiguan tras haber tocado el orbe que el soberano empuña en su izquierda»

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