Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Félix Gordón Ordás

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VICTORIANO CRÉMER
León

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PARA CUANDO este comentario obligado aparezca en las páginas del periódico, ya se habrán borrado los últimos rasgos del homenaje que se les ha tributado al Excmo. Sr. D. Félix Gordón Ordás y a su esposa Doña Consuelo Carmona Naranjo. Han intervenido personas hoy importantes que le conocieron o que de él tuvieron la idea borrosa que da siempre la ausencia y el olvido. Porque Don Félix fue siempre, incluso cuando andaba con paso seguro por las nubes de la suprema jerarquía científica y política, más que el olvidado, el postergado «por la impura palabra de los hombres de negro». Yo conocí a Don Félix y hablé con él y sostuve en un dramático exilio una correspondencia frecuente y cordial y recibí sus libros en los cuales intentaba dejar para la posteridad una herencia de honestidad, de talento, de sacrificio, que les sirviera al menos a su esposa e hijos APRA mantener viva la llama de su condición de hombre de bien. Don Félix, cuando venía a León, su tierra, se acomodaba en el piso que mantenían sus deudos en la calle de Portamoneda. Todos los días, al caer de la tarde paseaba despacio aquella ruta entrañable, dejando a su paso una estela de apasionadas fidelidades. Saludaba el insigne prohombre a las mujeres que hacían la tertulia al borde de la calle y éstas hacían la mención de mover sus sillas para que pasara. Le decían los muy versados en calificaciones políticas, «El Emperador de Portamoneda», quizá todavía un poco en consonancia con aquel «Emperador del Paralelo», compañero republicano que diera al final la nota discordante. La gente de Puertamoneda admiraba a Don Félix y le quería como si le hubiera parido cada una de sus vecinas. Y cuando se decidió a entablar relaciones absolutamente formales con Doña Consuelo Carmona, vecina de La Corredera y mucha atractiva, con un cierto talante de dama del romanticismo, las tertulianas de la calle tejieron en torno de la pareja coronas de rosas rojas. Luego como ya en España se había impuesto en general gallego, Don Félix pasó a ser un recuerdo tan borroso que solamente algunos profesionales veterinarios le guardaban el respeto que le debían por lo mucho que había conseguido de la profesión, compensando con esta fidelidad a prueba, de tantas contrariedades, la pretendida difamación que intentaban para ridiculizar el título de «ingeniero veterinario» que había establecido. Durante su estancia en México, los restos de la República le elevaron a la presidencia y durante esta tremenda época fue cuando Don Félix conoció que todo estaba perdido. Y se dejó morir mientras escribía aquellos tomos densos y sabios en los cuales quedaba estampada la imagen de un hombre fundamentalmente bueno, sabio, justo y popular. Porque aún manteniendo su condición de hombre enormemente instruido, quiero decir portador de conocimientos totales, no podía olvidar aquellas memorables peripecias de cuando en León formaba parte de loq ue dieron en llamar «Partida de la Porra», de la que formaban parte algunos de los hombres verdaderamente ilustres con que León contaba. Durante algún tiempo conservé comunicaciones, libros y envíos especiales de Don Félix. En mi condición de residente en el mismo barrio, me parecía que quizá sirviera aquella admiración mía para que un día se pudiera intentar una biografía humana de quien todo lo fue y todo lo perdió. Pero todos aquellos testimonios de un tiempo histórico hubieron de entregarse al fuego purificador por hurtarles de la sagacidad enfermiza de quienes mantienen un concepto teológicamente infernal del libro. Ahora quizá fuera interesante intentar recoger los datos necesarios para poder trazar el perfil humano de uno de los hombres más enteros y verdaderos que han dado España.

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