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Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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UNA CIUDAD se resume en su mercado. Visitarlo despacio equivale a tomarle el pulso a la vida palpitante, cotidiana, la que integra el pasado y el futuro de toda urbe. El mercado, ese museo viviente del día a día, ese templo profano donde todo tiene valor y casi todo precio, es una galería de personas y personajes, de calores y colores: modelos del natural. La personalidad de la ciudad se sintetiza en su mercado, como los sueños de los pobres se enumeran de un vistazo al atisbar el escaparate de una casa de empeño. Hay, por ejemplo, cierta escuela de pícaros en Madrid llamada el Mercado de San Miguel, o un mosaico de culturas en Barcelona denominado La Boquería, o ese ámbito donde los marineros se confunden con los estraperlistas mientras están en A Pedra de Vigo, o el rastro de Zamora, el de la Semana Negra de Gijón, o un exotismo hospitalario que ambienta el Mercado de las Especias de Estambul, o los ordenados mercados provenzales del sur de Francia, ése otro de Valença do Minho en Portugal entre callejas estrechas que favorecen, por cierto, el amor, el comercio y la delincuencia en la misma medida, o el esotérico y fascinante de Glastonbury (Inglaterra) o, en León, el Mercado de la Plaza Mayor. Sí, tomar aquí un vino revoltoso en Casa Benito, y luego caminar entre los productos y la gente, y ver como la luz de la mañana añade sencillez a lo sencillo, hacer turismo de interior, y mirar a los ojos de las vendedoras de hortalizas mientras regateamos o compramos, y discurrir o descubrir que en las manos terrosas de esas mujeres siempre hay escrita una columna de Pedro García Trapiello, y respirar el sol, avanzar, mirarlo todo, y tener la impresión de que los frutos de la tierra puestos sobre las mesas parecen una vidriera de Luis García Zurdo, y sonreír, sembrar, sentir orgullo de patria ante las alubias y los pimientos, y pensar que en esa Plaza está, estuvo y estará la madre de todos nosotros, y escuchar, oír, saludar a los conocidos y las intersecciones, hablar de nada con todos, socializar, respetar los milenarios ritos no escritos del mercado; eso también es vivir la ciudad. Ahora que la ambición parece una religión mayoritaria, que la artificialidad es tan grande que ocupa una gran superficie, apetece aún más un paseo por cualquier mercado, apetecen esas sencillas verdades, apetece un paseo por lo más natural del mundo. ¡Cuanta verdad puede encontrarse en lo de siempre!. Sí, la verdad del mercado embellece, exalta, miente pero siempre es verdad porque tan sólo engaña a quienes nos dejamos engañar. Ahí tienen el mercado: toda una justa medieval al aire libre de compradores contra vendedores. Pura tradición. La gente del mercado es un ejército sano y rústico, la gente de la tierra y la gente de la casa frente a frente en una batalla limpia. La gente de verdad. Quien compra en el mercado sabe de dónde viene y lo que quiere, y eso es mucha sabiduría de una vez sola, y eso es mucho talento empleado en el arte de la supervivencia, y esa es mucha calidad. Pero también hay surrealismo en el mercado, y señoras capaces de defender su bolsa de la compra con la vida, y tipos con bigote orgullosos de su americana nueva, y niños resabidos que ya han aprendido a hablar con despotismo a quien vende tras la mesa, y señoras en traje de noche y tacones regateando, y otra con su abrigo de piel puesto y comiendo un helado de cucurucho mientras camina, y cuchicheos, y agilidad verbal que bien podría confundirse con el ingenio, y momentos de calma densa y de vorágine, y de tedio, y ansiedad, y ritmo loco lo mismo que en la vida. A mí me gusta pensar que el Mercado de esta ciudad se encuentra en la zona histórica por exigencia de la imaginación y la poesía. Aquí en León «la poesía ha caído en desgracia» como escribió Juan Carlos Mestre, pero seguimos teniendo el mercado con su olor a medievo y madre buena.

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