CRÉMER CONTRA CRÉMER
Sobre el estado de la nación
ERA LUNES, nada menos que el último día del mes de junio, fecha prevista para el disfrute de la vacación que tantísimo necesitaba, después de un año de ajetreo, de penitencia y de confusión, con unas elecciones municipales, autonómicas y no se sabe si también deportivas. Se nos anunció, como evento digno de ser debidamente atentido, la guerra política calificada de «sobre el estado de la Nación», en la cual parecía que intervendrían los capitanes de los ejércitos beligerantes, don José María Aznar y don José Luis Rodríguez Zapatero, en cuyo encuentro los aficionados a esta clase de espectáculos superiores estaban dispuestos a dejarse la piel y el páncreas. Con que puse el móvil en la oreja y dirigiendo mi llamada a la casa de comidas en la que me alojo, expliqué: -«Que no me espereis hoy ni a comer ni a cenar, porque tengo partido». -«¿Pues quién juega si ya se acabaron todas las contiendas deportivas con copa?». -«No, si no se trata de deportes de pelotón, sino de lucha, cuerpo a cuerpo entre los capitanes de los partidos del PSOE y del PP»... -«Jopela, es que no parais». Y efectivamente a las cuatro en punto de la tarde por León, las tres por las Islas, me acomodé en la banqueta de la cocina, frente al televisor de la chica y me dispuse a consumir los mejores minutos de mi vida, pensando con lógica expectación que al fin se me llegarían a descubrir los misterios que suelen rodear la vida pública del país. Porque es que entre que si las elecciones fueron ganadas o perdidas por los unos o por los otros; por lo que no acaba de conocerse con exactitud en relación con «los corruptos» de Madrid, que parece el título de un melodrama y que si ganará Zapatero, que también es de León, como Cipriano Lubén, o Aznar, que no es de aquí, es que no disponemos de un minuto para soñar. Comenzó su discsurso, el señor secretario general del dicho partido del Pesoe y largó tal andanada de acusaciones, de condenas, de apelaciones, en una prosa rica y perfectamente construida para el caso que nos pareció que allí sería la Troya de su contricante. Don José Luis comenzó por asegurar, apelando a pruebas históricas o de nueva creación, que el señor Aznar, al cabo de los siete años que lleva sobre el machito del poder no ha demostrado otra cosa que su incompetencia. A lo que, el aludido, así que le fue concedido el derecho a replicar, dijo que el incompetente era el de enfrente y que todo lo que había acumulado para cabrearle y mover su sillón no eran sino falacias y extorsionismos verbales. La cosa en este primer tiempo había quedado empatada y todo hacía suponer que los fieros competidos se dieron un beso y se fueran con la guerra a otra parte. Pero no. Así que la señora que arbitraba el encuentro dio la señal, de nuevo salieron los dos campeones al campo del honor, a repetir sus acometidas, de las cuales a mi me pareció que nadie que no estuviera afiliado sería convencido de lo contrario, en unos discursos ampulosos, sin demasiado nervio y sin temperatura. Durante el intercambio de descalificaciones, de estadísticas y de gestos maliciosos se puso de manifiesto que mientras les duró a los paladines el ímpetu de salida, el encuentro hasta resultaba interesante, a la espera de que aquella romántica pelea terminara como el famoso rosario de la aurora, a farolazos, pero no: Una espesa capa de aburrimiento cubrió el estadio y los asistentes con derecho a protestar, ilustraron la representación con desacostumbrados ruidos y palmas, pero de escasa convicción, como si el drama y ale hubieran escuchado en representaciones anteriores. En esto, que llega la chica y me pregunta: -«¿Qué, le divierte? Dice mi padre que siempre son los mismos para decir lo mismo». -«Pues tampoco es eso, maja, que a veces hasta en estas lides se descubre de verdad el estado de la nación».