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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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LO DICE una señora y no hay nada que añadir: «Los hombres están acojonados y no saben qué hacer para frenar a la mujer». María José Goyanes es una de las actrices más internacionales del censo teatral de España. Anda estrenando o mejor dicho reponiendo, con éxito digno del mejor registro, la obra de Pedro Calderón de la Barca (el de «La vida es sueño» ¿saben?) por las tierras planas de Castilla la Vieja. Hubo un tiempo en el cual no había compañía de teatro que hiciera la ruta del Norte que no destinara a León, cuando menos, una semana para dar a conocer las comedias más destacadas del repertorio. Entonces León, o el Ayuntamiento, que para el caso es lo mismo, contaba con un romántico teatrillo, que constituía el patrimonio cultural más rico y glorioso de toda la biografía leonesa. Naturalmente, como al parecer es vocación de todos los ayuntamientos, desde el último siglo, dado que el tal Teatro Principal no era rentable para ninguno de los dignos representantes de la ciudad, se acordó cerrarlo y destinar el espacio que se ganaba (mejor, que se perdía) a oficinas para el cobro de tasas, que es lo suyo. Bueno, pues María José Goyanes, en un entreacto, dejó caer ante la atención de periodistas y demás gente de buena voluntad la frase con la que encabezamos este comentario. Y así llegó a nosotros la versión leonesa de la entrevista, nos asaltó la idea de si no será realmente dramático y alarmante que el varón haya sido definitivamente domado y reducido a la condición de «compañero sentimental». Yo, no es que entienda mucho de señoras, que bien sé que es una asignatura nunca aprendida, pero sospecho que muchos de nuestros males, de nuestros errores y de nuestros comportamientos devaluados están determinados por la terrible circunstancia del acojonamiento del hombre frente a la astucia, a la sensibilidad, a la inteligencia y a la voluntad de poder y de desquite que la mujer ofrezca en la sociedad actual. Se está produciendo la invasión femenina y el hombre, en lugar de intentar colocarse al mismo nivel en cuanto a la avidez de saber y de estar de la mujer, se dedica a hacer el bestia. Y en vez de superarla en cultura, en sensibilidad, en ciencia o en arte y literatura, la mata a martillazos. El pobre hombre de las cavernas, de Atapuerca, se rebela contra su situación, convirtiendo a la hembra, a la compañera, a la mujer, a la esposa en el centro de sus furias y la víctima de sus fracasos. No es exactamente, dicho sea sin intención de provocar debates, que la mujer domine en todos los terrenos y que demuestre día tras día la superioridad del género femenino, sobre el masculino a la baja, es, nada más ni nada menos, la confesión de inferioridad del varón. Las últimas estadísticas registran hasta cerca de cincuenta mujeres machacadas vilmente por sus compañeros sentimentales. Es la reacción natural del ser inferior. Se contabilizan las mujeres que conquistan puestos de trabajo y que ocupan los pupitres de las universidades. También, se pone de manifiesto la tendencia triste de la potencia de la mujer sobre la decadente caída del macho. Ni macho ibérico, ni chicarrón del norte, ni gachó del arpa con chica. El hombre acojonado se entrega a juegos de encubrimiento de su caída o la política, que al paso que vamos o que nos llevan, llegará a ser el vertedero a donde vayan a parar todos los seres absolutamente inservibles. La mujer denuncia ante jueces y comisarías que el esposo, que el hombre, que el amante le pega, le destruye. Y jueces y policías dictan leyes o normas que no sirven para nada. Porque el problema no está en la incompatibilidad del hombre y de la mujer, sino en el sentimiento de fracaso que el hombre arrastra. Entonces culpa a la mujer y la destruye.