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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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HOY, SIN VENIR A CUENTO, o viniendo este cuento de un lugar misterioso, resultó que estuvieron a verme muchos muertos. Difuntos de la provincia de León que fueron llegando en la mañana, cuando todo era vida y lo es, y sol mediterráneo, y palomas en la plaza, y piedras catedralicias, y bandadas de turistas. Hoy fueron apareciendo y yo no los busqué. Ni siquiera había reparado gran cosa en ellos cuando murieron, pues fueron episodios menores, gente que se fue en años ya muy perdidos, en pequeños pueblos, en ciudades que entonces eran diferentes. Vinieron los muertos, ellos que no piden nada, aunque a veces sí, no es fácil concretar esto que digo. Llegaron por caminos ignotos, y yo no dudé en hacerles caso. En esperar a que me contaran lo que llevan dentro, que ahora ya creo que no es poco, y así empecé por un niño que murió en mi barrio de la Puebla de Ponferrada, que nunca supe bien quien era, porque yo tenía seis años, y el niño me dijeron que nueve, y sólo vi el ataúd blanco, y un hombre grave que presidía el entierro, un maestro supe luego, un maestro viejo y muy delgado que iba delante de una tropa emocionada de niños, sus compañeros de clase, y detrás de ellos iban los parientes del niño, que eran más bien pocos. La calle era de pavés, y delante del maestro iba un monaguillo con una cruz procesional, y ahora pienso que tal vez aquel niño me conocía, porque éramos del barrio, de cerca de un lugar que llamaban la Selva, junto a un solar donde instalaron una caseta metálica donde vendían churros y anís, ya desde una hora muy temprana. Sin venir a cuento pasan otros muertos. Son un tropel de silencio, una lluvia fría, un retablo caprichoso. Pasan y advierto que no llevan tristeza en su recuerdo, sino paz, y nos infunden una extraña alegría terrenal, sólo por recordarlos. Es una recompensa mínima, pero me atrevo a compartirla. Es, acaso, un rasgo de fraternidad. De inesperado respeto hacia esa memoria colectiva en la que nacimos, en la que siempre perduramos, aunque estemos lejos. Cada cual a su modo. Aunque estemos muertos. Viene ahora un hombre que era maestro nacional en Ponferrada, y procurador de los tribunales, y que siempre estaba contento, que sólo tuvo para mí, ocasional interlocutor suyo, palabras de afecto. Ha venido pero ya se va, y ahora llega un muchacho del sur de la provincia, con el que compartí un campamento de verano, y que murió ahogado en el río Esla a los pocos días de dejar de verlo. Pero perdura su cuerpo ágil, su niki granate, su movimiento sobre las piedras del Curueño. Viene un señor gordo y mayor que sólo recuerdo de una vez, entrando en el tercer piso a mano derecha, y del que se contaba que era rico. Y aparece una mujer de un pueblo pobre de Jaén que se ganó la vida limpiando casas en Ponferrada y que tenía muchas hijas aventureras. Y ahora viene un hombre enfermo y retirado que cazaba pájaros con red en los baldíos de La Placa, y detrás de él una mujer que vivía en Caboalles de Abajo, en una casa que parecía de caramelo, llena de cosas muy pequeñas, y ahora también veo a su marido, que era un hombre de serrana elegancia, era un matrimonio sin hijos, él minero jubilado. Pasa un oficinista de León que tuvo cargos menores con Franco, y que hablaba de pan y de justicia, y de por el imperio hacia Dios, y otras cosas por el estilo, y pone por hoy fin al recuento un cura que murió en la Maragatería en un invierno muy frío, todo el campo de nieve, los alumnos en el atrio, congelados, y entonces vimos llegar el féretro, negro y negros los clérigos que lo portaban, como una foto antigua sin colores, y nunca supe ni quién era aquel hombre, ni jamás lo había visto, y seguro que hoy se sorprende, el modesto y olvidado sacerdote, de saber que treinta y tres años después de su final, es evocado en un periódico de su tierra sin venir a cuento.

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