Diario de León

De excursión por la zona de Omaña

La Urz y los pueblos de la comarca guardan buena parte de los vestigios medievales de la provincia, aprovechando las excelencias del enclave geográfico y la antigua Humania

Representación de la leyenda de Don Ares de Omaña en Riello, en plena comarca omañesa

Representación de la leyenda de Don Ares de Omaña en Riello, en plena comarca omañesa

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Enrique Alonso Pérez - león
León

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La noble tierra omañesa, una más de las bellas desconocidas comarcas de nuestra provincia, es sin embargo depositaria de los más remotos antecedentes que cuajaron en el ser y sentir montañés. Su historia corre paralela a las grandezas medievales del antiguo reino de León, que es como decir España. Muy pocas comarcas leonesas y hasta españolas, conservan signos tan evidentes de un sustrato prerromano que avala el tirón que ejerció la antigua «Humania» por la indiscutible bonanza de su enclave geográfico. La toponimia menor y mayor, con abundantes raíces de origen céltico-astur, delatan asentamientos primitivos en los castros que aún hoy son visibles en lugares exentos, cuando no se encuentran bajo caseríos de pueblos habitados que nacieron quizá al amparo de sus basamentos. Por otra parte, los romanos dejaron la gigantesca huella de los arrastres auríferos, y desde La Puebla, ciudad que pudo ser la antigua «Urbicua» de los íberos, o la «Legio Super Urbicum» romana, controlaban y remataban la extracción del precioso metal, que llegaba hasta allí a través de largos canales procedentes de Fasgar y Barrio de la Puente, tamizado ya a lo largo del recorrido en las Fornias de Villaverde y en los Cousos de Cirujales. Todavía hoy puede reconstruirse, sin dificultad, la red auro minera -verdadera obra de ingeniería- que salva las cotas del Valle Gordo, horadando las rocas si es preciso hasta llegar a la llanada que ocupó La Puebla, frente al Castillo, entre Vegarienza y Santibáñez, donde se aprecian las ruinas de un poblado ocasional con una estructura que ha puesto al descubierto hasta ciento veinte construcciones uniformes, que bien pudieron ser residencia legionaria o albergue-prisión de forzados buscadores de oro, hasta que el reclamo de Las Médulas bercianas, y su mayor rentabilidad, trasladó el escenario sin haber llegado al último acto. Pues bien, en este privilegiado marco que encuadra uno de los rincones que todos deberíamos conocer y disfrutar, para sentirnos cada día más leoneses, se encuentra nuestro recoleto pueblo de La Urz que un día formó parte del histórico Concejo de Villamor de Riello, cuando aún mantenía una población de cierta importancia, pues entró en el siglo XIX con cuarenta familias afincadas, arrojando un total de ciento cincuenta habitantes que arañaban la tierra de lo lindo para sacar el diario sustento. Hoy, La Urz vive el sosiego de los pueblos venidos a menos, como son la casi totalidad de las aldeas y lugares leoneses, cuyos censos sufren una merma brutal desde la caída de la agricultura tradicional y aguantan el tipo apoyados en las providenciales pensiones complementadas con buenos huevos y carnes de corral, además de la clásica matanza que sigue llenando las «gabiteras» con varales bien repletos de chorizos, lomos, lacones y algún que otro jamón cuyo aroma casero despierta ese propósito contrario al cuidado de triglicéridos y colesteroles. Al hilo de la historia Como ya dejábamos apuntado anteriormente, La Omaña es una fuente inagotable de hidalguías, linajes y abolengos que dejaron sus blasones a lo largo y a lo ancho de los numerosos pueblos que integran los cuatro municipios adscritos a la comarca: Riello, Murias de Paredes, Soto y Amío y Valdesamario. Prueba de ello es que existe un riguroso estudio monográfico de la «Heráldica de Omaña» -publicado en el año 1990- realizado por nuestro paisano, Francisco de Cadenas y Allende, Conde de Gaviria, que en su día mereció el premio literario «César Morán» de la Asociación Cultural Omaña. Y nosotros, siguiendo el rastro de estos sugerentes escudos, que ayudan a descifrar muchas de la acciones que nuestros nobles caballeros llevaron a cabo para hacerse merecedores de ellas, llegamos una tarde otoñal hasta este pueblecito de La Urz, recostado sobre una ladera alta que deja el caserío al amparo de los cortantes cierzos que rondan el norte de la montaña leonesa. Pronto nos hicimos amigos de los cinco o seis veteranos pensionistas que mantenían una agradable tertulia sentados en los acogedores «poyos» de una portalada con ángulo hacia la solana. Y a lo largo de una amenísima conversación, donde se habló de todo, hasta nos enteramos que nuestra compañera en las tareas de colaboración con este periódico, Marta Prieto Sarro, tan impuesta en el estudio de los blasones leoneses, está entroncada por consorte en este lugar. Finalmente, con las orientaciones puntuales de nuestros ocasionales contertulios, bajamos hasta la vera de la iglesia para admirar «in situ»la vieja casona del licenciado Pedro de Rabanal y Bardón, que descansa desde el año 1686 en la vecina iglesia donde ejerció el curato, compartido con la atención parroquial del pueblo de Bonella. La casa luce un estupendo escudo cuyos cuarteles se encuentran delimitados por una cruz compuesta por flores de lis, sobre el que destaca un casco emplumado que flanquean dos doncellas tenentes desnudas de medio cuerpo. También esta vez tuvimos suerte y conocimos a los actuales dueños de esta blasonada mansión: los Flórez, cuyas descendientes comparten la espaciosa estructura, donde el marido de una de ellas, de la omañesa estirpe de los Ordases, nos explicó ampliamente la historia y documentación que hasta ellos había llegado sobre el viejo solar de los Rabanales. Por el monte de los frailes Nunca podrá desligarse el pueblo de La Urz, de sus connotaciones con el poderoso monasterio que un día llenó el hondón del valle con los ecos de «nonas», «vísperas» y «maitines». Nadie se acuerda, ni por memoria heredada de sus mayores, quiénes fueron aquellos monjes que dieron nombre al «Monte de los Frailes», ni cual fue la Regla que los aglutinó en aquellas latitudes, aunque bien pudieron ser Benitos reformados, por aquello de la afinidad en buscar sus lugares de asiento lejos del mundanal ruido. El caso es que su presencia está suficientemente constatada por el ingente montón de pedruscones que forman gruesos muros delimitadores de estancias con gran diversidad de espacio, como seguramente serían: celdas, patios, templo, refectorios... todo ello inmerso hoy en una impenetrable maraña de espinos, zarzas y helechos que terminarán enmascarando las huellas frailunas en un paraje tan poco frecuentado. Pero hubo un tiempo, registrado por el rey Alfonso XI en su famoso «Libro de la Montería», en el que el monarca tuvo ocasión de participar con relativa frecuencia en organizadas monterías que le dieron pie para dejar constancia escrita en su libro, de párrafos como éste: «Es buen monte de oso et de puerco en verano et algunas veces en invierno, et son la vocería por cima del puerto del Cuartero et por cima de la loma fasta el Monte de los Frades, et dende fasta el Campo del Escrita. Et son las armadas, la una en Oter de Lago et la otra al prado de la Trelde...»

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