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Los lixiviados del CTR, en trance
De una narración novelesca, siempre en el ámbito de la ficción, el gerente de Gersul recuerda otra, real, de la que él mismo fue testigo presencial
Martín Martínez, el pasado 29 de mayo, en estas mismas páginas, nos dedica una de sus habituales cartas dirigidas a su hermano. Desde luego no es la primera. Sin embargo, en esta ocasión pasa de lo que hasta ahora no eran más que conjeturas y augurios, malos augurios, a la constatación de un hecho, que puede resumirse en tres palabras: avisé y ocurrió. Su narración novelesca, siempre en el ámbito de la ficción, me recuerda otra, real, de la que yo mismo fui testigo presencial. Sucedió en el colegio en el que estudiaba y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Aquél día, el profesor de Ciencias Naturales, acompañado por un sujeto para nosotros desconocido, decidió hacer un ensayo científico para el que necesitaba nuestra colaboración. Portaba un recipiente que, según él, contenía un gas irritante, del que se trataba de determinar su velocidad de propagación. El profesor colocó el cuenco con el líquido volátil en la última fila de la clase, al fondo del aula, y nosotros, los alumnos más sensitivos, debíamos levantar la mano a medida que el gas avanzaba. Los síntomas para su percepción eran inconfundibles: picor en la nariz, olor a manzana dulce, incluso, ligera irritación de los ojos. En los momentos previos al experimento no debíamos mantener contacto alguno con los órganos que más tarde nos permitirían detectar la presencia del intruso gas. El profesor, más serio que nunca, dio la orden de inicio de la prueba, y su acompañante, cronómetro en mano, anotaba los tiempos de avance a medida que los testigos directos, invadidos por el infesto olor que apenas nos permitía respirar, levantábamos la mano como señal de contacto olfativo, y de forma inmediata, abandonábamos la sala. Sabíamos lo que iba ocurrir y cómo tenía que ocurrir porque nos lo habían anunciado; pero en nuestra mano estaba decidir cuándo. De ahí nuestra capital importancia. De igual manera el profesor Martín Martínez nos preparó para lo que tenía que suceder en el CTR y sin ánimo de ser apocalíptico ni catastrofista, rasgos que en este asunto, como es bien conocido, en ningún caso adornan al epistológrafo, nos avisó de las altas posibilidades de contaminación masiva, de aguas subterráneas degradadas y de unos lixiviados que en pocos años correrían valle abajo contaminando centenales, trigales y, finalmente y por este orden, el regadío. Aviso Cuando consideró llegada la hora, con el aparato de medida calibrado, según sus propias palabras, avisó a Quique «de lo que ocurría con los lixiviados, ya en trance de avanzar por el Valle de Calzada. Allá se fue y lo confirmó». Para los no iniciados debemos advertir que para estos ensayos científicos, igual que para el juego del trile, es importante contar con un colaborador-testigo que dé fe de cuanto sucede. Y ocurrió. Tal y como lo describe el Diccionario de la Real Academia Española, trance: «estado en que un médium manifiesta fenómenos paranormales» (hemos desechado por razones obvias la acepción de «estado en que el alma se siente en unión mística con Dios»). Los lixiviados «en trance», ni más ni menos, por el Valle de Calzada, y Martín Martínez, de testigo, de notario, de fedatario. Nos lo advirtió; pero llovía. Ahora la cuestión parece que se nos escapa de las manos y entra en el terreno de la parasicología, puesto que a la transmutación de los lixiviados debemos añadir ahora la inexplicable migración telúrica de Estébanez de la Calzada que pasa a situarse nada menos que a «dos kilómetros del CTR». Finalizada la prueba, los alumnos que habían abandonado el aula, se incorporaron nuevamente a ella para que el misterioso acompañante de nuestro querido profesor, mediante cálculos matemáticos, que sin duda deberían ser complicadísimos, nos desvelase, por fin, la velocidad de propagación del nauseabundo gas (en el pasillo los alumnos nos habíamos unánimemente puesto de acuerdo en que ése era el calificativo que mejor se ajustaba). Previamente, el profesor ordenó que se le acercase la vasija de gas y ante el estupor y el asombro de todos le dio un prolongado sorbo. ¡Era Agua! En este caso no se trataba de una broma era, según nos dijeron, sólo una prueba de sugestión. Martín Martínez, sugestionado; pero tal como lo tenía previsto, levantó el primero la mano (no se le podía escapar la oportunidad) para anunciar la catástrofe, el cataclismo, el desastre total y el colapso provocado por la llegada de los lixiviados que todo lo invaden y todo lo inundan. Ha tenido el dudoso honor de ser el primero, ya puede descansar. Pero se precipitó, se equivocó. No hay lixiviados en trance por el valle, no hay invasión de aguas contaminadas, no hay balsas desbordadas, no hay ocupación de terrenos ajenos. No hay circunstancias climatológicas adversas ni culpables, no hay vallas instaladas con prisas y al tuntún. No hay engatusamientos ni obsesión por vender unas bondades inexistentes. No hay sistemas fallidos y garantías técnicas defraudadas. Hay la necesidad de gestionar unos residuos urbanos adecuadamente; hay la necesidad de facilitar el acceso al conocimiento de las operaciones y técnicas empleadas en el tratamiento de los residuos; hay la necesidad de profundizar en la concienciación ciudadana para que se mejore su gestión; hay la necesidad de desechar las prácticas inadmisibles y obsoletas de eliminación de residuos en vertederos incontrolados y hay la obligación de contar verazmente lo que se hace, decir lo que se piensa y pensar lo que se dice. Entre tanto, todos debemos felicitarnos por disponer de una instalación que sirve de referencia a otras provincias y cuyo funcionamiento, sin incidencias, nos permite gestionar los residuos urbanos que se generan en la provincia de forma responsable y ambientalmente adecuada. No eran gigantes, eran molinos. Vale.