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Evocando el corral de Villapérez

La diminuta iglesia que fue en su día parroquia y llegó a albergar hasta medio centenar de almas entre señores y vasallos, ofrece hoy un rincón idílico para el respiro del ciudadano

Aspecto que presenta el corral de Villapérez, que sirve de sede a la Fundación Vela Zanetti

Publicado por
Enrique Alonso Pérez - león
León

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La ronda por el viejo León ofrece, al cada día más escaso paseante, algunos rincones que, por su enorme poder de evocación, obligan a detener sus pasos para jugar con la moviola de los tiempos y recordar, parodiando a Jorge Manrique «como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado, fue mejor». Nada más aparente que el sugestivo «Corralín de Villapérez» para dar rienda suelta a nuestras añoranzas de un León sin ruidos, sin monóxido de carbono, sin agobios injustificados, sin sobresaltos, sin pactos políticos extravagantes..., en fin, un León que se nos fue, pero que puede servir de modelo en el fondo, en la esencia de las actitudes y en la convivencia pacífica de las gentes, ya que en la forma sería como intentar detener un caballo desbocado cuesta abajo. Mucho se ha especulado con el origen de la diminuta iglesia de Villapérez, otrora parroquia de nobleza y señorío, que nunca llegó a censar en su nómina de parroquianos más allá de 50 almas entre señores y vasallos. Hay quien apunta sus raíces mirando hacia el vecino palacio del emperador Alfonso VII -hoy prisionero del patio del Colegio de las Teresianas- y hasta aseguran que las dependencias palaciegas, que un día escoltaron esta iglesia, fueron herederas del conjunto medieval que en el siglo XII ocupaba el solar del Rey «Batallador». Lo que ya no entra en el terreno de lo especulativo, por encontrarse debidamente reseñado en documentos catedralicios, es la existencia de la iglesia de Santa María de Villapérez en el siglo XIII. Dos títulos de propiedad, fechados en los años 1279 y 1281, avalan el legado que esta iglesia disfruta en el aristocrático lugar de San Adrián de las Caldas, que había sido sede, en tiempos de Alfonso III, de un mini-Concilio al que asistió el alto clero y la realeza, al que la Iglesia lo define como «Conventus Episcoporum». Pero donde ya hay datos suficientes, con nombres y apellidos de las personas que disfrutaban del señorío e iglesia de Villapérez, es a partir del siglo XV, en que aparece como propietario y vecino el señor de Alcedo, rama colateral de los Quiñones que ostentaban el condado de Luna. Así, en el año 1449, consta documentalmente la posesión de este señorío a favor de don Suero Pérez de Quiñones, cuarto titular de la Casa de Alcedo y sobrino del primer conde de Luna, que según las crónicas de la época «vivió siempre fervoroso y acercado de su mujer», doña Catalina González de Llanos, separándose a la hora de la muerte para ser enterrado él en la iglesia de Alcedo de Alba -al lado de La Robla-, mientras que ella ocupó el panteón familiar de su iglesia de Villapérez. Rincón sugerente Y así llegamos hasta el siglo XVII, en que nuestro sugerente rincón se ve animado por la presencia y titularidad del ilustre leonés, don Francisco Cabeza de Vaca Quiñones y Guzmán, Marqués de Fuentehoyuelo, señor de las Casas de Villapérez y las villas de Villaquilambre, Oteruelo y Villarente, cuya memoria y nombre han quedado fijados de forma imperecedera entre los más destacados hijos de la tierra. Su fama está ligada firmemente a la autoría de uno de los más afortunados libros que se conservan del siglo XVII, con un tema monográfico leonés: «Resumen de las Políticas Ceremonias con las que se Gobierna la Noble, Leal, y Antigua Ciudad de León, Cabeza de su Reino», que consta de 38 sustanciosos capítulos en los que se detalla, de forma muy amena y sencilla, cada uno de los actos públicos que la ciudad viene solemnizando secularmente para realce de personas y de las instituciones. Esta fue la época dorada del recoleto conjunto cívico-religioso de Villapérez. La iglesia recibió la investidura parroquial, totalmente exenta e independiente al tener su propia pila bautismal, y considerada como un bien patrimonial de los nobles que la señoreaban, refrendado por el derecho a la presentación del curato y el mantenimiento físico que todo ello comportaba. Existe constancia de que el celo de los señores, en lo que al culto litúrgico se refiere, llegó a sobrepasar con amplitud los límites de lo necesario, pues la riqueza de ornamentos, vestiduras y tapices adscritos a la parroquia, compitieron en muchas exposiciones con los más acreditados ajuares de iglesias de reconocido predicamento.

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