Diario de León

Un paseo por Laciana

La comarca, donde los astures vivieron sus primeras experiencias sedentarias, cuenta con documentos legendarios como la Carta Puebla o las ordenanzas del concejo

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Enrique Alonso Pérez - león
León

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En el noroeste provincial, alegrado por las aguas del Sil y fiel a su vocación minera, que se hunde en las raíces de la dominación romana, se extiende el antiguo y noble Concejo de Laciana, cuya población está distribuida entre los pueblos de Caboalles de Abajo y de Arriba, Lumajo, Llamas, Orallo, Los Rabanales, Rioscuro, Robles, San Miguel, Sosas, Villablino, Villager, El Villar de Santiago y Villaseca. Todos ellos aglutinados en torno a su indiscutible cabecera, Villablino, hasta el punto de confundirse alguna de sus fronteras, como es el caso de San Miguel de Laciana. Tierra de astures, que vivieron sus primeras experiencias sedentarias alternando los pacíficos poblados que estrenaban tímidamente su actividad agroganadera, con los fortificados castros que acogían su prudente retirada ante el acoso de otros pueblos conquistadores que les disputaban el asentamiento estable y los recursos de la tierra. El santuario de Carrasconte, con su enigmática piedra furada, marca los límites entre la vecina región de Babia y las tierras lacianegas. Ambas comparten una acusada unidad dialectal diferenciada solamente por el vocabulario, que Laciana conserva con más pureza, pues todavía hoy mantiene vocablos autónomos que son una delicia para los lingüistas, como puede ser la palabra tanguneira , para nombrar al cesto o fardel que contiene la sal que se da al ganado, mientras que en Babia se le llama simplemente la fardela del sal. El rico mineral El oro, gran protagonista de las aficiones mineras que cuajaron en el entramado complejo que barrena en la actualidad el subsuelo de Laciana, dejó su huella en algunos topónimos que recuerdan la fiebre aurífera de otros tiempos. Otsadoiro, Orallo... denuncian la presencia del codiciado mineral desde los albores de la formación de los primitivos asentamientos. El río Sil, contagiado de la avaricia humana, supo retener en su eterno discurrir, hermosas pepitas de oro que arrastraba perezosamente en las crecidas impuestas desde la montaña en épocas de deshielo. Los hombres, terminaron también por arrebatar sus tesoros al río empujados por la implacable persecución que siempre han mantenido tras el rey de los metales. Una vez superada la devastadora presencia musulmana, los reyes asturianos, -especialmente Alfonso III, El Magno - inician la repoblación de la cuenca del Duero y sus regiones periféricas. También Laciana recibe este beneficio controlado por las instituciones eclesiásticas, que desde el monasterio de San Juan Bautista de Corias, en el vecino Concejo de Cangas de Tineo, impulsó la fundación de numerosos prioratos dependientes que fueron el origen de la mayor parte de los núcleos de población todavía existentes. El desamparo de los vasallos, ante la insaciable rapiña de una nobleza endiosada, dio lugar a repetidas quejas de las buenas gentes lacianegas ante el poder real. Y como el que la sigue, la consigue, los buenos montañeses lograron a mediados del siglo XIII el favor del rey Alfonso X El Sabio, que les otorga el documento más estimado para la defensa de sus intereses contra el abuso nobiliario: La Carta Puebla: «A los omes de la tierra de Laciana, nos, por les facer bien o merced e porque la tierra sea mejor poblada e se mantenga más en justicia, dámosles e otorgámosles todos los nuestros realengos e todos los nuestros derechos que avemos e devemos aver en esta tierra sobredicha e que los hayan libres e quitos para siempre jamás». La carta puebla Poco pudieron disfrutar los lacianegos del privilegio contenido en la Carta Puebla. Una de las casas más encumbradas entre los linajes que señorearon parte de la Baja Edad Media y la Moderna, y con menos escrúpulos a la hora de invadir los derechos de los débiles, irrumpió en Laciana para convertirla en una prolongación de su vastísimo señorío. Los condes de Luna, ignorando interesadamente las concesiones reales, se adueñaron del Concejo de Laciana como si de una finca particular se tratase. La abundante documentación que se conserva en el archivo custodiado por Caja España, demuestra la desigual lucha entre el pueblo y el todopoderoso Estado de Luna. Como una reliquia de los tiempos, y un lección de la democracia espontánea con que se gobernaban los pueblos, sin grandes alardes políticos ni injerencias de otras comunidades ajenas al disfrute de sus bienes, los lacianegos conservan las Ordenanzas Generales del Concejo de Laciana recuperadas y divulgadas por el ilustre leonés, Florentino Agustín Diez, que sirvió en sus años jóvenes la secretaría del ayuntamiento de Villablino, que defiende la antigüedad de estas Ordenanzas, hasta colocarlas en el siglo XIV, con las modificaciones pertinentes para actualizarlas en el transcurso del tiempo.

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