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| Retablo leonés | Una cita ineludible |

La hora del guardián del rebaño

La montaña leonesa prepara sus mejores galas este fin de semana para hacer frente a la tradición histórica que mezcla la competición canina y el homenaje al pastor de toda la vida

Un pastor dirige su rebaño en la zona de Prioro, en una imagen de archivo del pasado verano

Publicado por
Enrique Alonso Pérez - león
León

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La enésima celebración de la Fiesta del Pastor -que pasa ya de cuarenta ediciones- congregará nuevamente este fin de semana a las gentes de Montaña y Ribera, bien arropados por ese gentío sin adscripciones, que busca la participación en los múltiples eventos con sello leonés, como muestra del tirón que nuestras tradiciones siguen marcando el ritmo de quienes sentimos y pensamos con León. Mañana domingo, la campa aledaña al colchón del imponente muro del embalse de Luna, se llenará de ese batiburrillo que forman las personas de toda edad y condición, del concierto de ladridos de los perros que concursan en la ya famosa competición canina, de los numerosos reclamos de quienes ofrecen sus mercancías, todo ello adobado con el apetitoso tufillo de la sabrosa caldereta pastoril, convenientemente regada con los vinos de la tierra... Pero toda esta manifestación festiva, cuya espontaneidad de hoy, hunde sus raíces en las necesidades y costumbres de ayer, quiere ser recogida por nuestro Retablo, como contribución al conocimiento de las historias y leyendas leonesas. Los concejos, encartaciones, Merindades y Jurisdicciones antiguas, que componían el mapa administrativo de la montaña leonesa, hasta la aparición de los municipios en 1835/36, recibieron siempre grandes cantidades de ganado lanar, que formaban una espléndida cabaña compuesta por numerosos hatos repartidos por los puertos, con la expresa condición del respeto a unos límites previamente convenidos. Mayorales, rabadanes, zagales, motriles, pastores en general, cruzaban los caminos señalados y cada noche, mientras duraba su andadura, eran requeridos y disputados sus rebaños para pernoctar en esta o en aquella finca, que así quedaba bien abonada, y llegó a ser muy familiar la estampa de aquellos hombres curtidos en las múltiples brisas de la Rosa de los Vientos, con sus mulas recargadas como el caracol, con la casa a cuestas, los fieros mastines protegidos por las punzantes carlancas, y dispuestos a defender sus ovejas hasta la muerte, como en el romance de «La Loba Parda». Huellas y costumbres Pues bien, todo este mundillo pastoril, encajado durante varios meses en la vida montañesa, dejó abundante huella de costumbres, folklore, decires, y cantares... en fin, que fue uno de los más firmes vehículos culturales de ida y vuelta entre las tierras del gazpacho y la alpargata y las de las sopas de ajo y la «madreña». También sus pasos por las brañas y el arrendamiento de pastos, estaban regulados en lo económico; pero no acababa el compromiso en el pago de unos dineros negociados; se pagaba otra parte en especies, y el pueblo entero participaba esta vez directamente, pues cada rebaño, al caer el verano, entregaba al común de vecinos una oveja «machorra», que siguiendo las costumbres extremeñas y salmantinas se sacrificaban, casi ritualmente, para ser compartidas y degustadas en armonía por todo el vecindario. Era la última oportunidad en que las candorosas mozas montañesas podían «refrescar» con sus zagales de verano. Tuvimos ocasión de oír la versión de la Leyenda de Luna, hace muchos años, de labios de una recia montañesa natural de Miñera de Luna, Agustina Guisuraga, que por ser genuina y recogida por tradición oral la reproducimos en este apunte: «Eran las altas horas de una noche en la que los reflejos de la luna alumbraban el real palacio habitado por Alfonso II el Casto y cuyo silencio turbaban tan sólo las pisadas de los centinelas, cuando fue sorprendido por uno de éstos un apuesto y distinguido caballero que de manera misteriosa salía de palacio tratando de ocultarse. El misterio aumentó cuando a la voz del centinela dándole el alto, no siguió otra respuesta que el débil llanto de un niño que el caballero ocultaba cuidadosamente bajo su capa. Interrogado, resultó ser el conde de Saldaña, que acababa de recoger en la cámara de la infanta doña Jimena el fruto de sus ocultos amores con ella. Enterado de este modo el Rey, dispuso la reclusión de su hermana en el convento de Orduña y la del conde en lóbrega prisión del castillo de Luna, llevando al recién nacido a una aldea próxima a la Corte par criarle bajo su custodia. Conciencia de origen Ya hombre, tuvo conocimiento de su origen y, no pudiendo conseguir de su tío la libertad de su padre, se vengó combatiendo a los franceses aliados de aquél, llegando a ser el terrible Bernardo del Carpio, que según el Romancero, decía a su tío: «Pusiste a mi padre en hierros/ y a mi madre en Orden Santa;/ y porque no herede yo/ quieres dar tu reino a Francia;/ morirán los leoneses/ antes de ver tal jornada». Sus hazañas contra Carlomagno y el famoso Roldán, se sintetizan en versos tan populares como éste: «Salió el mozo leonés,/ Bernardo salió y luchando,/ uno a uno fue matando,/ y hubiera matado a cien.// De entonces suena en los valles/ y dicen los montañeses:/ ¡mala la hubisteis, franceses,/ en esa de Roncesvalles!».

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