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MARTÍN MARTÍNEZ
León

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QUERIDO hermano: Haylos; como las meigas, los duendes existen; ya viste la última; a que te sonaba, si no la música sí la letra. Los duendes de la imprenta, tan en boga en los buenos tiempos, realizaron un trastrueque novembrino para que nos percatáramos que, a pesar de las últimas tecnologías, ellos están ahí y no abandonan las imprentas. Existen. Como existe, hermano, el dolor, y la impotencia cuando alguien se nos va. Qué solos nos quedamos los vivos. Ya se han apagado los días que arrastran el poso del pasmo. De verdad que no fui capaz de reaccionar por la ausencia de Arturo. En el mundo periodístico y de la farándula era conocido como Tejerina; abrió un buen hueco en el de la comunicación con su apellido, noble de la montaña riañesa; sin embargo aquí, en esta tierra que lo acogió casi de mamoncete, era Arturo, o Arturín que así le decíamos unos cuantos. Tengo clavada en mi memoria la estampa de unos rapacines -10 a 11 años- que rasgaban unas guitarras y aporreaban baterias con frenesí. Se hacían llamar Los Minitwis; los lideraba Arturo y allí estaban Rafa, Gelo y alguno más. Subían con sus bártulos al tercer piso del casino, al salón de actos de Radio Popular, y los presentábamos como el doble de los Beatles. Aquel descaro y simpatía que derrochaban los hizo ídolos de la rapacería que pasaba las tardes del sábado en los estudios de la emisora. Arturín, ya te digo, era el lider, el más pispo, el más desenfadado. Cuando actuaba nada que ver con aquel monaguillo de San Bartolomé, de amplio ropón de pespuntes, ayudando a misa los domingos, de compostura casi beatífica, aunque después se las jugara a don Antonino, el párroco; más duras se las gastaba al último capellán municipal, oficiante en la misma parroquia, don Ramonín, a cuya sotana, no obstante, aquel retaco se aferraba como algo suyo. Arturín, hermano, creció; no mucho decía él. Y andaba por el instituto alegrando la pajarita de los compañeros con sus salidas, las que él calificó después de chorraditas. Y un día, ya en los nuevos estudios, aquel rapaz simpático pidió un espacio en la radio; lo tuvo y ganó oyentes a raudales; allí fuimos testigos de cómo le entró a Tejerina el veneno que, tal vez, fuera el que lo mató. Qué bien escribía el jodido de él y qué poco nos dejó. Como oro en paño guardo su regalo de la Navidad de 1992. En una encuadernación singular y personalizada está su pregón de la Semana Santa de ese año; es, querido, una pieza magistral, un compendio de la declaración de amor a su pueblo adoptivo; es la expresión clara y nítida del espíritu semanasantero que él vivió con intensidad, primero como monaguillo y más tarde, ya adulto, de costalero. Vivió y bebió la vida a trago largo, con intensidad. Estudió periodismo y se decantó por la radio que había mamado en su patria nutricia, Astorga; saltó a la tele y entró en la vorágine rosa que confesaba detestar, soltando, -¿a tiempo?- su lastre para enseñar a otros lo que es la comunicación. Apuró el cáliz de la vida, como hacía con las vinajeras de la parroquia, hasta la última gota, sin complejos, con valentía, a cara descubierta; vivió, hay que decirlo, con exceso lo que hubiera sido algo magnífico bien dosificado. Pero no vamos a magnificar eso. Arturo Tejerina, Arturín, no tenía término medio; lo daba todo y no quería nada. Así era en la amistad; se entregaba a ella arrebatadamente y sin medir las consecuencias; por eso le dieron más de cuatro palos; era así, sin cortapisas, sin vallas; y así lo aceptábamos, de frente y por lo recto. De palos charlábamos más de una vez, que los dos recibimos la ración correspondiente; al final él remataba «Otro vino y que se jodan que seguimos vivos». Saluda a tu padre y no las armes por ahí arriba. A Esperanza le daré un beso. Adiós amigo.

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