Diario de León

Un Vía Crucis donde abunda la piedad

La iglesia de San Claudio acogió ayer intramuros el Vía Crucis que cada año organiza la Bienaventuranza. En la imagen, el Santo Cristo de la Bienaventuranza. El acto concluye con un sentido besapié. | marciano

La iglesia de San Claudio acogió ayer intramuros el Vía Crucis que cada año organiza la Bienaventuranza. En la imagen, el Santo Cristo de la Bienaventuranza. El acto concluye con un sentido besapié. | marciano

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Más allá de la lluvia, de quienes ruegan que se saquen los santos a la calle para pedir una buena dosis de sol, de las procesiones por la vía rápida y las limonadas pasadas por agua y hiel, la semana coge impulso antes de convertirse en Santa, con el Rey de los judíos dándose un amargo baño de masas antes de ser traicionado por los mismos que hoy le aclamamos con palmas y ramos. Más allá de todo eso está la piedad. Y dicen los hermanos de la Bienaventuranza que en su Vía Crucis es la piedra angular que da sentido a todo.

Aunque este peculiar acto es más propio de la Cuaresma, no desentona dentro del rico repertorio de propuestas que dan cuerpo a la Pasión leonesa. Son muchos los fieles que rememoran el camino de Cristo desde la Jerusalén más local hasta el sepulcro. Ellos le ponen el apellido de ‘procesional’ y le regalan a la gente del barrio un momento íntimo, humilde y único en el que este año he querido colarme de forma especial.

Se trata, me cuentan las buenas lenguas, de acercar la imagen del Cristo a los vecinos y curiosos, lejos del mundanal ruido que se extiende por las principales calles de la ciudad, en la intimidad de quien esconde su mejor tesoro a la vista de unos pocos. Entre las curiosidades que aprendo de esta experiencia está el hecho de que el crucificado que procesionan cada Jueves Santo no es más que una copia del que luce en el Vía Crucis, el titular, el que todos veneran como Santo Cristo de la Bienaventuranza. También descubro que desde hace unos años se ha incorporado música de capilla para darle un tono de mayor recogimiento.

Son los braceros y braceras de la cofradía los encargados de llevar la cruz a cuestas durante el recorrido, dándose continuos relevos entre estación y estación. Impone especialmente la entrada del Cristo en el templo —aunque este año no salieron—, el silencio puede escucharse, la luz es tenue y la música suave regala una especie de banda sonora difícil de no tararear. Suena La Madrugá. Nadie se inmuta, todo parece perfectamente guionizado. Es su momento. Lo saben. Solos ante Él. Un besapié pondrá el punto final. Así de sencillo y así de imponente. Luego, el respetable se marcha por donde ha venido, sin jolgorio, conscientes de su propia fe.

«No hace falta ser muy creyente para que el crucificado te ayude», me espeta una señora a las puertas de la iglesia antes de desvanecerme. Es, continúa, como Simón de Cirene, que cargó con su cruz por obligación y acabó convencido de que aquel hombre no era sólo un hombre. «Yo le veo cada año ahí, sobre la cruz y aunque no soy mucho de ir a misa siento que me quiere, que esa imagen está de alguna manera viva, que me perdona. No veré más procesiones en toda la semana, pero este Vía Crucis es sagrado, como si algo en mí resucitara, ¿entiendes?». No sé si entiendo, ni siquiera estoy seguro de si lo que acabo de ver es una especie de aparición, pero algo me estremece sin remedio; su cara anónima y feliz transmite verdad.

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