Subir en globo
LA MEMORIA SEMANASANTERA «Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad», cantaba la famosa zarzuela y con toda la razón del mundo, en vista del prodigio presenciado por los leoneses un Martes Santo del último tercio del siglo XIX. Aquel año los severos y un tanto tenebrosos desfiles procesionales, compuestos por bellas estampas que parecen arrancadas de la Edad Media, se redondearon con un espectáculo que quedaría grabado en la memoria de generaciones de nuestros antepasados. A pesar del fuerte viento y lo desapacible de la tarde, uno de aquellos formidables globos aerostáticos se elevó en el cielo de León, tripulado por «el atrevido y simpático joven señor Moreno». Con un valor a toda prueba y una serenidad rayando en lo increíble, el tripulante asombró a los espectadores realizando arriesgados ejercicios de gimnasia sobre un trapecio, hasta perderse en el horizonte acompañado por una atronadora y merecida salva de aplausos. El globo descendió en Puente Castro, arrastrando en su caída varios postes del telégrafo. El éxito fue de tal calibre que el señor Moreno ascendió nuevamente el Domingo de Pascua, apeándose esta vez en un prado dispuesto a tal efecto en la carretera de Asturias. Le aguardaba tan numeroso y entusiasta público que, sin que se supiera demasiado bien el motivo y en palabras de un periodista presente, «hubo una ensalada de garrotazos de dos mil diablos". A su lado, y mientras el globo caía con infinita gracia sobre el suelo leonés, un obrero de voz entrecortada y jadeante suspiró con tristeza y dijo en voz alta, mirando hacia el esférico y rotundo artilugio: !¡Si fuesen así de grandes los cuartillos de limonada!». Gracias a Dios la sangre no llegaría al río y, una vez apaciguado el ambiente y curadas todas las contusiones con los milagrosos ungüentos de la época, la concurrencia se trasladó en amor y compañía al engalanado paseo de San Francisco para disfrutar de «la gracia y donosura de nuestras bellas paisanitas». Por Javier Tomé