| Crónica | Fin de la condena |
«Ya le dí un beso al Cristo del Perdón, esto es un milagro»
Teresa Lorden, de 67 años, fue indultada el día que cumplía, en el CIS Jesús Haddad de León, sus primeros diez meses de condena
Teresa Lorden y José Palla se deshacían ayer en agradecimientos a la Cofradía del Santo Cristo del Perdón. No era para menos. La mujer, de 67 años, ha conseguido por mediación de la hermandad leonesa borrar su condena de un plumazo. «Eran seis años y seis meses...», dice con el tono de quien se ha quitado un gran peso de encima. Su marido, de 72 años, tendrá que esperar a la libertad condicional. Quizás dos meses o tres. Ella le esperará en Santa Eulalia de Cabrera, su pueblo natal. «Podrá ir a verme los fines de semana porque está en tercer grado», apostilla. Ambos están recluídos, desde noviembre, en el Centro de Inserción Social Jesús Haddad del centro penitenciario de León y ayer cumplían los primeros diez meses de condena por el delito de lesiones ocurrido y juzgado en Elche (Alicante) hace una década. Él pasa casi todo el día fuera del centro, pues trabaja como voluntario con enfermos de alzhéimer. Y ella, sin alcanzar este régimen abierto, estaba acogida desde el 30 de noviembre al artículo 100 del reglamento penitenciario, que permite «flexibilidad» para segundos grados. Teresa Lorden colabora desde entonces en la limpieza del centro de memoria de la Asociación de Familiares de Alzhéimer de León. Por la tarde, disfrutaban juntos las tres horas y media de «libertad juntos» con largos paseos por la ciudad. Vivían con zozobra las vísperas del Consejo de Ministros y se acercaron hasta la iglesia de San Francisco de la Vega: «Ya le dí un beso al Cristo del Perdón», cuenta Teresa emocionada mientras pregunta y afirma a la vez: «¿Esto es un milagro, no? Esto es un milagro». «Estoy muy contenta con vosotros», agrega dirigiéndose al abad y al seise del paso de la Condena. «No es un milagro, no. Esto también es justicia», le respondieron. El matrimonio. oriundo de La Cabrera, ha vivido y trabajado durante más de veinte años en Holanda, él como obrero de la Phillips y ella de camarera en un restaurante. Al jubilarse decidieron trasladarse a la casa que habían comprado en Elche. Apenas tuvieron cinco años de la tranquilidad. La disputa con un vecino, «al que ayudamos como a un hijo» acabó en los trágicos hechos. «A mi mujer la dejó negra, la pegó con un bastón de encina que le había hecho yo mismo», explica José. El matrimonio fue denunciado y condenado por las lesiones que recibió el vecino en un episodio posterior. A raíz de aquello vendieron su casa de Elche y compraron otra en Murcia. Pero los veranos los pasan, como muchos cabreireses emigrantes, en su tierra natal. Allí se encontraban el pasado 14 de junio cuando se presentó la Guardia Civil en su casa de Santa Eulalia de Cabrera. Se sobrecogieron: «Vernos jubilados, después de tantos años de trabajo, en la cárcel...». La mujer pasó los primeros días llorando, «muy deprimida» hasta que hizo caso de la funcionaria que le dijo: «Teresa, así no adelantas nada; tómatelo como unas vacaciones». Se puso a tejer, a hacer gimnasia, a ir a la escuela y pasear, «pasear mucho», y a «leer a San Antonio». «Soy muy religiosa, me hace mucha ilusión salir en la procesión», añade. Se despide agradecida hacia «todos» desde la agente de la Guardia Civil que le ayudó a preparar la ropa, a las funcionarias de Mansilla, las Hijas de la Caridad, el psicólogo, el educador, el cura, el personal del CIS, «nos han tratado muy bien... Yo ya no puedo pedir más», concluye Teresa.