Una semana de diez días que dura un sueño
León se vistió durante las últimas doscientas cuarenta horas con una túnica multicolor y caminó lentamente, a compás de procesión, con sobriedad y respeto a las tradiciones
ojo de papón
Me he quedado dormido. Lo reconozco. Tan pronto di con mis huesos en el sofá, aún con el incienso metido en mis pituitarias, el cansancio pudo conmigo. Pero tuve la suerte de seguir en procesión. Pasó por mi cabeza una plaza del Grano alumbrada con miles de velas femeninas, mientras los dos campaniles que la custodian no paraban de tocar arrebatadamente. Una Madre morena llevaba sobre sus brazos un hijo muerto y la ciudad entera le cantaba una Salve con honores de reina.
Con los ecos de esas voces, pasaron ante mis ojos unos capirotes azules muy largos -como el nombre que llevaban sobre su pecho quienes cubrían sus rostros- mientras un cristo de bronce, escoltado por dos Madres, andaba al ritmo de cornetas plateadas. Por la ventana, se asomaban unas Carbajalas que cantaban a un crucificado entre velones y por San Claudio, alguien soñaba con Madrugás tocadas por violines desde el cielo.
Esta vez en blanco y negro, me asombré con largas filas de hermanos que llenaban el lunes de tambores, de raseos acompasados, mientras pequeños pasos de misterio soñaban con rosarios apasionados y con partituras adorando Llagas por unas viejas calles.
Vi un perdón asombroso y asombrado ante la Catedral, mientras en un templo no muy lejano alguien cantaba un Vía Crucis en silencio, cuando tres Madres llorosas giraban sus pupilas hacia el indultado.
Soñé con un miércoles lleno de silencios, de la mañana a la noche. Y me asombré con una Paloma que no sabía si llorar o reír al ver tanta túnica negra acompañándola. En la lejanía, quedaban ecos de Agonías, de palabras llenas de historia, mientras el Señor de San Marcelo transitaba por la vieja muralla.
Y amaneció un jueves de Bienaventuranza, entre los ecos de los cascos de unos caballos que no querían galopar para que el día no acabara. Y me tapé la cara con un capillo verde y acompañé a María por las calles mientras alguien partía pan y lo bendecía, alfombrando de blanco y rojo todas las calles y plazas. Y a pesar de no poder desagraviar a nadie, soñé con un enclavamiento, en silencio y en soledad, por mucho que no hubiera Despedida .
Me pareció despertar a golpe de esquila, clarín y tambor pero seguí en mi sueño. Porque una ciudad de luto esperó -y saboreó- un Encuentro ante la plaza. Y seguí por Landázuri. Y escuché rasear mientras una horqueta me guió, muy pronto, a San Marcelo para oír, también en silencio, Siete Palabras que como siete puñales hicieron que el cielo se tiñera de morado y negro para enterrar a Cristo.
No quise, sin embargo, despertar. Y amaneció otro día. Y esa tarde pasaron por mis retinas túnicas púrpuras que se empeñaban en desenclavar sin ni siquiera pedir prestada una escalera para subir al madero . Y aunque el Santo Sepulcro se empeñó en llevarnos la luz, la Madre, en Soledad, se quiso esconder en el Barrio del Ejido que, por entonces, estaba en la oscuridad más absoluta.
Vi unos rayos de sol y el sonido de unas gaitas guiaron mis pies nuevamente hacia Regla. Allí, entre palomas revoloteando y nubes de incienso que se perdían en el aire, escuché una promesa, se me ofreció un compromiso lleno de poesía.
Y aunque la tarde se vino de golpe, pude pensar antes de despertar, que solo han sido diez días -con sus noches-, doscientas cuarenta horas en las que León se ha vestido una túnica multicolor y ha caminado lentamente, a compás de procesión. Y posiblemente la fugacidad de la Semana, sea lo que la haga grande. Como la vida que, cuando menos se espera, se va sin detenerse. Así debe ser. Una semana de diez días que dura apenas un sueño, una nube de incienso en una calle, el vuelo de una paloma que se pierde en el cielo, el compás de una marcha, un latido de corazón.
Y aunque así sea, muchos queremos seguir soñando. Al fin y al cabo, toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.