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León

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La Luz de Astorga, el periódico que fundó en 1892 mi bisabuelo, Domingo Fidalgo Mata, de seguir existiendo, hubiera cumplido el pasado 6 de marzo 129 años y mantendría la condición de decano de la prensa leonesa. Pero en 1976 dejó de editarse y entonces perdió el pulso, el decanato y, naturalmente, la posibilidad de alcanzar ese cumpleaños, más que centenario, que muy pocos diarios españoles han logrado.

El DIARIO DE LEÓN, con sus 115 años de gozosa existencia y su bien ganada condición de decano de la prensa leonesa, va camino de alcanzar esa meta y, desde luego, el firmante de estas líneas, desea fervientemente que lo logre por el bien del periódico, de los periodistas que lo hacen posible y, asimismo, por el bien de la provincia leonesa que, como ha ocurrido en el pasado, seguirá necesitando un medio de comunicación sólido, solvente, plural, moderno y capaz de defender sus intereses y aspiraciones.

Durante algunos años tuve la oportunidad de colaborar en el DIARIO DE LEÓN, gracias a la hospitalidad del que entonces era su director, Francisco Martínez Carrión. Y tengo que decir que, para mí, aquella fue una experiencia tan ilusionante como positiva. El que a un periodista, cuando está alejado de las trincheras más activas de la profesión, le abran las puertas de un medio para publicar, entre otras cosas, una larga serie de entrevistas sobre el perfil humano de muchos personajes leoneses, es algo que entonces me sirvió para enriquecer mi trayectoria profesional y que ahora me vale para tener en la memoria un grato recuerdo del periódico al que hoy solo me acerco como lector o como colaborador ocasional, gracias a la memoria afectiva de su actual director, Joaquín Sánchez Torné.

Para ser riguroso en la memoria también debo recordar —y reconocer— que durante mi etapa de colaborador del DIARIO DE LEÓN también sufrí el que posiblemente fuera el momento más duro de mi dedicación a la profesión periodística. Lo explico. Además de la serie de entrevistas, también publiqué varios artículos con los que pretendía hacer retratos periodísticos, en clave de humor e ironía, sobre distintos personajes como los liberados sindicales o determinados tipos funcionariales.

Casi todos los retratos fueron muy bien acogidos por mis lectores, aunque no tanto por algunos personajes a los que iban dirigidos. Eso ocurrió con ciertos funcionarios y, más particularmente, con los liberados sindicales, que lograron articular contra mí una condena tan furibunda como unánime con la entusiasta colaboración de los sindicatos y partidos de izquierda, que solicitaron que se me aplicaran, sin eximentes, todas las penas del infierno y alguna terrenal por parte de la administración para que trabajaba en ese momento.

Afortunadamente, aquél sobresalto pasó sin dejar ni heridas, ni condenas de consideración y por eso hoy puedo volver a las páginas acogedoras del DIARIO DE LEÓN, no para ironizar sobre el sindicalismo liberado o la pereza funcionarial, ¡Dios me libre de la tentación!, sino para exteriorizar, por escrito, algunas reflexiones en torno a este León al que empecé a observar, con profesional atención, cuando me incorporé, allá por 1978, a la plantilla de La Hora Leonesa .

Lamentablemente, tengo que constatar que en estos cuarenta y tres años transcurridos la evolución de León, más que positiva, ha sido claramente regresiva. La provincia no ha hecho más que perder población, riqueza, recursos, empleo… En fin, todo aquello que hubieran necesitado sus ciudadanos para que al terminar la formación sus dos únicas opciones no fueran la emigración a otras tierras o el milagro improbable de encontrar aquí un empleo.

Durante ese dilatado espacio de tiempo también he podido comprobar, a través del periódico, intentos de avanzar o de conseguir nuevos proyectos para la provincia, canalizados casi siempre con formato de mesas de tan amplio como ineficiente arco representativo, han terminado —siempre— en la estéril confrontación, en la frustración o en el desencanto de los intervinientes y, naturalmente, de los leoneses. Si se hubieran hecho realidad la mitad de las inversiones publicitadas o fugazmente planeadas en esas mesas recurrentes, hoy León no se encontraría en el lugar en el que se encuentra dentro del contexto nacional.

Todos, cada uno desde su ámbito de responsabilidad o capacidad, debemos ponernos manos a la obra para lograr que León salga de su actual estado de postración

No hace demasiadas semanas se formaba otra de esas famosas mesas por León y me parece a mí, por lo visto hasta ahora, que su desenlace no va a ser muy distinto del de las anteriores. Nada me gustaría más que errar el pronóstico, pero me temo que no va a ser así, por varios motivos. En primer lugar, porque su planificación ha vuelto a tropezar en las mismas piedras de siempre; en segundo término, porque no se cuenta con el asesoramiento de expertos debidamente cualificados para formular proyectos solventes y, por último, porque algunos de los que se sientan en torno a la mesa lo hacen más para salvar apariencias mediáticas que para adquirir compromisos formales.

No voy a escribir que la culpa de este horizonte de inoperancia, que ya se adivina en la mesa recientemente constituida, la tienen los políticos o los representantes de las organizaciones sociales, empresariales y sindicales. Es cierto que unos y otros tienen una parte sustancial de la culpa, pero no toda. Los leoneses también somos responsables de lo que ocurre porque en lugar de exigir a unos competencia, a otros, rigor y a todos sensatez, seguimos avecindados en el victimismo colectivo, en la denuncia permanente del agravio vallisoletano y en la esperanza bobalicona de manás administrativos, que nunca acaban de llegar.

Creo que a estas alturas del siglo —y bajuras de nuestro estado anímico— todos, cada uno desde su ámbito de responsabilidades o capacidades, debemos ponernos manos a la obra para lograr que León salga de su actual estado de postración. Si otros lo han conseguido no hay ninguna razón para pensar que nosotros no lo vamos a poder lograr. Aquí hay talento, hay valores colectivos. Y también, por parte de muchos, ganas de ganar el futuro con iniciativas inteligentes y capaces de generar empleo, riqueza y, sobre todo, esperanza, para las nuevas generaciones.

Ya digo, solo es cosa de empujar todos en la misma dirección, con rumbo firme, sin zancadillas, sin rivalidades de campanario y sin estrategias trasnochadas.