Viajes al Bierzo, Asturias y La Coruña
JULIO NOMBELA
M i hija Laura, que, como refería, nació el mismo día en que falleció Bécquer, al cumplir trece años sufrió una fiebre adinámica y la debilitó de tal manera que estuvo baldada durante cuatro meses.
Los médicos me aconsejaron que la llevase al campo; de ser posible, a una comarca montañosa, y recordando las descripciones del Bierzo que había oído al magistrado y poeta don Pascual Fernández Baeza, decidí pasar el verano de 1884 en Villafranca del Bierzo.
El viaje probó tan bien a mi hija, que habiendo sido necesario llevarla en brazos desde el coche al vagón en la estación del Norte, al dejar en Toral de los Vados el tren que seguía hasta La Coruña, para tomar el ramal que debía trasladarnos a Villafranca, se sintió con fuerzas para efectuar el cambio de vagones sin más apoyo que el de mi brazo.
Su mejoría nos pareció milagrosa, y se acentuó de tal modo, que a los quince días de nuestra estancia en Villafranca se hallaba, si no completamente restablecida, por lo menos en vías de recuperar la salud.
No había exagerado don Pascual Baeza: el Bierzo es un paraje encantador, y tanto sus encantos naturales como la sana alimentación, el aire puro de la montaña y la compañía de algunos amables bercianos, que fueron después buenos amigos nuestros, nos ofrecieron un agradabilísimo veraneo.
El director de un colegio de segunda enseñanza, que nos proporcionó vivienda en la casa de un señor Beberide; don Joaquín Siso, amabilísimo alcalde; don Demetrio Curiel, abogado de profesión y literato de afición, que nos hizo los honores de la simpática villa; el inolvidable, inteligente y bondadoso médico don Darío Encinas, y algunos más cuyo nombre siento no recordar, contribuyeron con su afectuoso trato a que conserváramos de Villafranca una impresión simpática, unida a la gratitud que nos inspiró la mejoría de la enfermita.
D esde Villafranca hice con mi hijo Julio una breve excursión a Asturias, permaneciendo dos días en Oviedo y otros dos en Gijón.
El paisaje que pudimos contemplar nos encantó, y mi hijo, que quiso conocer más detalladamente aquella privilegiada provincia, volvió a recorrerla algunos años después, atravesando a pie por curiosidad de tourista el escabroso puerto de Pajares.
También hicimos un viaje a La Coruña, deseosos de visitar a la ya ilustre escritora doña Emilia Pardo Bazán, a quien tanto mi hijo como yo admirábamos por las excepcionales cualidades de su talento.
Realizamos aquel propósito, y mi hijo fue quien disfrutó de la interesante y agradable conversación de la gran escritora y del amable convite con que quiso obsequiarnos. Yo sólo pude saludarla en una corta entrevista, porque una molesta indisposición que me sorprendió durante el viaje me obligó a permanecer en el hotel donde nos hospedamos. En los dos días que pasamos en La Coruña, apenas pude formarme una idea de aquella importante población; pero realicé mi deseo de conocer personalmente a la insigne autora del Viaje de novios y de la Cuestión palpitante , y mi hijo, a quien hizo los honores de su casa y de la bella ciudad, conservó siempre de ella un recuerdo formado y sostenido por la admiración y la simpatía.
Después de realizar aquellas breves y rápidas excursiones, regresamos a Madrid, y la convaleciente pasó bien el invierno, pero al llegar la primavera se quebrantó de nuevo su salud, y después de una breve y violenta fiebre perniciosa, el día 4 de mayo de 1885 nos abandonó para siempre.
Esta dolorosa pérdida proyectó una terrible sombra sobre nuestra felicidad. Era la primera gran desdicha que experimentábamos. Los que hayan pasado por un trance análogo comprenderán lo que callo porque no acertaría a expresarlo.
C ómo había de seguir publicando la Vida Alegre quien se hallaba sumido en la más profunda tristeza? Aquella niña, próxima a cumplir los quince años, el más hermoso período de la vida de la mujer; tan buena, tan cariñosa, tan inteligente, mimada por sus hermanos, adorada por su madre, por mí, por la abuelita, a quien se asemejaba tanto en lo físico como en lo moral, al dejarnos para siempre parecía haberse llevado la paz y la alegría de nuestra alma.
Renuncié al periódico, malvendí el taller de fotograbado, y durante algún tiempo no acerté a trabajar. Sólo hacía lo indispensable para cumplir mis ineludibles deberes: creí que todo había acabado para mí.
Aún me esperaban nuevas y dolorosas desdichas en medio de la prosperidad material que continuaba favoreciéndome.
Recuerdo que pensando más que en la mía en la honda pena de mi esposa, quise escribir un libro, el Libro de las madres que pierden a sus hijos , con el único fin de llevar a su alma el consuelo que no encontraba para la mía.
Mi deseo fue inútil; no acertaba a expresar mis pensamientos; todo me parecía pequeño, ruin, comparado con la magnitud de la pena, y como la esterilidad de mi intento aumentaba mi pesadumbre, renuncié a mi propósito.
Cuantas veces he querido continuar las cuatro o cinco cuartillas que pude trazar, renovándose la herida mal cerrada, me ha sido imposible realizar mi deseo. Pero el libro que no he logrado escribir hace falta..., las madres le necesitan, le esperan. Quien le escriba, hará una buena obra que sólo pueden realizar el sentimiento y la imaginación, no el dolor.
El tiempo, que sigue impasible su marcha; la resignación que ofrece la misericordia divina; el trabajo, que indirectamente es el gran consolador de las más intensas penas; el inexorable instinto de conservación que nos domina hasta que la vejez, aunque no siempre, nos ofrece la conformidad, restablecieron en mi vida y en mi hogar la normalidad exterior, dejando en el fondo del alma esa amargura que llega al fin a endulzar los recuerdos, pero sin dejar de ser amarga.
(De Impresiones y Recuerdos,
Julio Nombela. Madrid, 1909)