Diario de León
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MARIO PAZ GONZÁLEZ

P ero al mismo tiempo, también es un modo respetuoso de acercarse a ellos, a los desaparecidos, para recordarles que todavía, de alguna extraña manera, están a salvo del olvido y que, desde el privilegio que nosotros gozamos de estar vivos, somos conscientes de que inevitablemente algún día pasaremos a formar parte de su mundo, de ese vacío insondable y eterno. Los muertos enterrarán a los muertos, nos recuerda el texto sagrado.

Permítanme, pues, tomar prestado el título de la gran (por contenido y por extensión) novela de Ernesto Sábato para encabezar este breve recorrido necrófilo, aunque pueda parecer, a primera vista, que no vamos a hablar de esos personajes, los héroes, mezcla de dioses y hombres, protagonistas de viejas historias épicas (¿o sí?). Porque cuando el difunto al que visitamos es un poeta, en el sentido más amplio de la palabra ( dichter , que dirían los alemanes), hay algo en las sensaciones que en ese momento percibimos que hacen la experiencia diferente.

Vamos caminando temprano, entre los efluvios de la mañana, tal vez en compañía de la niebla o de una ligera helada, a un cementerio desierto de una ciudad desconocida, casi siempre lejana. Dar con la sepultura no suele ser tarea fácil, ni siquiera en aquellos casos en los que el poeta era alguien tan célebre como para que su morada eterna esté anunciada en la entrada o en cualquiera otro lugar del cementerio. Una vez llegados frente a la lápida podemos rendirle un pequeño tributo. No hay un protocolo preciso. Se puede, por ejemplo, leer alguno de los textos que nos dejó o, simplemente, recordarlos en esa intimidad a la que invita al silencio, como si de una oración profana se tratara. No es difícil, en ocasiones, encontrar sobre las lápidas papeles arrugados dejados a manera de exvoto por anteriores visitantes. Tampoco, ya de vuelta a la realidad, cruzarse con otras personas que se han alejado, como nosotros mismos, de las rutas del turismo oficial e intercambiar con ellos una mirada de complicidad.

Por Europa y América

Así ocurre, por ejemplo, en la tumba de Franz Kafka, enterrado en el nuevo cementerio judío en el distrito de Praga-Strachnitz, en la capital checa. Allí sus restos reposan junto a los de sus padres, Herman y Julie. El padre, destinatario de la famosa «Carta», falleció en 1934, diez años después de la muerte del hijo. La madre lo haría en 1936. Los restos de los tres se hallan bajo una lápida, buen ejemplo de la arquitectura cubista praguense, con un epitafio en yiddish, lengua por la que Kafka sintió siempre curiosidad, pero que no llegó a hablar. Falleció siendo muy joven, demasiado, sin embargo peor suerte habrían de correr sus hermanas, algunos amigos o su amante Milena fallecidos en los campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Sobre la tumba de Kafka, y siguiendo una vieja tradición judía, no es difícil encontrar alguna piedra dejada por los muchos que la visitan.

Sin embargo, puede resultar más fácil acercarse hasta la tumba de Bertolt Brecht y de su esposa, la actriz Helene Weigel, en el cementerio de Dorotheenstädter Friedhof, situado en el antiguo Berlín Este. Al preguntarles, los vecinos de más edad hablan del poeta y dramaturgo como si de un pariente cercano se tratara, como de alguien con el que habían desarrollado una cierta cercanía y amistad. Bretch regresó, junto a su esposa, a la República Democrática Alemana tras la Segunda Guerra Mundial, en 1949, para fundar el Berliner Ensemble . Allí permanecería hasta su muerte en 1956.

En Ginebra, exactamente treinta y un años y diez meses después, el 14 de junio de 1986, a las 7:47 de la mañana, falleció Jorge Luis Borges, en el número 28 de la Gran Rue. Su tumba, con el número 735, puede visitarse hoy en esta ciudad, en el cementerio de los Reyes de Plainpalais, donde se ha convertido en una meca ineludible para lectores llegados de todo el orbe. Allí su espíritu dialoga para la eternidad con otros ilustres del lugar como Calvino, Sofía Dostoievski, el compositor Alberto Ginastera y su esposa Aurora, Léo Ferré, Jean Piaget o su vecino de tumba, el actor François Simon, cuya viuda, la documentalista rumana Ana Simon, se encarga desde hace años de recoger los objetos y mensajes que dejan los visitantes para enviárselos a María Kodama. Precisamente sería también Ana Simon la encargada de llevar a cabo, para el centenario del nacimiento del escritor, La Ginebra de Borges , una cálida biografía documental con testimonios del poeta y de su viuda, y la voz en off de Jeanne Moreau recitando textos del argentino. Como curiosidad cabe destacar que, junto a las lápidas del moralista Calvino y del tímido Borges, se encuentra (quizás a modo de compensación, de justicia poética) otra, la de la famosa meretriz Griselidis Réal, cuyo impúdico epitafio reza: « Ecrivain-Peintre-Prostituée ».

En Italia es posible visitar las dos tumbas de Dante, l-™altissimo poeta , «el más alto poeta», como nos recuerda la lápida de la tumba construida para él en Florencia en 1829, en la Basílica de Santa Croce y a la que nunca se le llegó a trasladar. Dante había fallecido a los cincuenta y seis años, poco después de haber terminado el Paraíso , en el exilio de Ravena, ciudad en la que todavía se encuentran hoy en día sus restos.

Pero no demasiado lejos, unos cuantos kilómetros al norte, se halla otro gran escritor, también exiliado, José Francisco de Isla, «varón de ingenio agraciado, prolífico y mordaz, elegante, variado y ameno», según el epitafio atribuido al Padre Pedro Cordón y que se puede leer en su lápida en la iglesia de Santa María delle Muratelle, en Bolonia, donde pocos años después también enterrarían al poeta guatemalteco Rafael Landívar. Tras recorrer diferentes ciudades italianas, los condes de Tedeschi dieron alojamiento en esta ciudad al escritor oriundo de Vidanes, quien había recalado en Bolonia después de que la Compañía de Jesús fuera expulsada de España, en 1767.

Ya del otro lado del Atlántico, en los Estados Unidos, casi a la entrada del cementerio de Old Western, en la esquina de las calles Fayette y Greene en la ciudad de Baltimore, en Maryland, es fácil encontrar el hermoso túmulo de mármol bajo el que descansan los restos de Edgar Allan Poe. Allí, todos los 19 de enero, día del cumpleaños del poeta, desde 1949, un misterioso visitante (conocido como «Poe Toaster») deja como regalo sobre su tumba una botella medio vacía de coñac y un ramo de rosas rojas en homenaje al autor de El cuervo , padre de la novela negra y del cuento moderno, maestro de lo macabro y lo misterioso cuya obra ha inspirado a Lovecraft, Borges, Cortázar, Rubén Darío o autores de moda como Matthew Pearl, quien le dedicó su penúltima novela hace unos años.

Francia de Norte a Sur

No deja de resultar, cuando menos, curioso que París, la ciudad de la luz, sea una de las más recomendables para dar un paseo por las tinieblas de sus ilustres cementerios, especialmente por tres de ellos, Père Le Chaise, Montmartre y Montparnasse. Si en Père Le Chaise se puede encontrar a Leandro Fernández de Moratín, a Guillaume Apollinaire, a Oscar Wilde o a Alphonse Daudet, entre otros, en Montmartre se hallan las tumbas de Dumas hijo, Théophile Gautier o el alemán Heinrich Heine. Sin embargo, de entre todos los poetas y pensadores enterrados en París, ninguno tan singular como Charles Baudelaire, cuya sepultura se encuentra en el cementerio de Montparnasse, en pleno corazón de la urbe. En la lápida su nombre apenas llama la atención bajo el de las otras dos personas que lo acompañan en la morada eterna, su madre y su padrastro, a quien el poeta odiaba. Curiosamente, allí no es recordado como uno de los autores en lengua francesa más grandes del siglo que le tocó vivir, sino que, bajo el epitafio de Jacques Aupick, general, embajador y un montón de cosas más, leemos cómo su nombre permanece en segundo plano esculpido para la eternidad con un breve «Charles Baudelaire, su único hijo, muerto en París en la edad de 46 años, el 31 de agosto de 1867».

En este mismo cementerio también se pueden encontrar las tumbas de muchos otros personajes en un ilustrado y necrófilo recorrido pensado para los turistas a los que se facilita un plano en la propia entrada. Así, siguiendo la fila de lápidas no es difícil toparse con la de César Vallejo, quien profetizó su propio destino: «Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo», como dijo en «Piedra negra sobre una piedra blanca». También Huysmans descansa aquí, o Sartre, en una tumba junto a Simone de Beauvoir, del mismo modo que Cortázar en compañía de Carol Dunlop, su última esposa, la joven canadiense coautora de aquel maravilloso libro de viajes Los autonautas de la cosmopista . Velan su descanso eterno una lápida y una escultura de sus amigos Julio Silva y Luis Tomasello.

Ya en la Francia meridional, tiene su última morada otro exiliado, Antonio Machado, en la localidad de Collioure. Allí el bueno («en el buen sentido de la palabra», como él mismo había dicho) de Machado llegó un 29 de enero de 1939, apenas un mes antes de su muerte, cruzando a pie la frontera hispano-francesa, como muchos otros derrotados de la guerra fratricida en dirección al exilio. Lo acompañaban su madre Ana Ruiz (que fallecería cuatro días después que el poeta), su hermano José y su cuñada Matea Monedero. El escritor y oficial militar republicano Corpus Barga facilitó las gestiones para que pudieran alojarse en el Hotel Bougnol-Quintana de la citada localidad francesa. Una neumonía acabaría con el andaluz que se fue, como él mismo predijo algo más de veinte años antes en perfectos alejandrinos, «ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». El día del entierro su féretro iba cubierto con la bandera republicana. Sin embargo, la ubicación actual de sus restos no es la original, el panteón de unos amigos de su patrona, Madame Quintana. El 15 de julio de 1958 tuvo lugar el traslado a la tumba hoy tan visitada, adquirida entonces por suscripción popular. 

Pero hay otro autor, tal vez no tan universalmente aclamado, que descansa para la eternidad en Collioure, aunque su tumba suele pasar totalmente desapercibida. Se trata del enigmático Patrick O-™Brian, autor de, entre otras, la cinematográfica Master & Comander , enterrado junto a su esposa a las afueras, en el cementerio nuevo de la localidad francesa.

Los muertos enterrarán

a los muertos

Coincidiendo casi con el setenta aniversario de la muerte de Antonio Machado y en la cercanía de los ciento diez años del nacimiento de Jorge Luis Borges se escucharon voces airadas que pedían la repatriación de estos y de otros poetas. En la República Argentina la diputada María Beatriz Lenz, del gobierno peronista de Cristina Kirchner, propuso en un proyecto de ley, presentado a comienzos de 2009 ante la Comisión de Cultura del Congreso argentino, reclamar los restos mortales del escritor y los de otros dos ilustres compatriotas: Julio Cortázar y el músico Alberto Ginastera, uno de los más reputados compositores de América Latina, que se había trasladado a Europa en 1970 recibiendo, como Borges, sepultura en Suiza.

Pero llevar a Machado de Colliure (a donde: ¿Sevilla, Soria... ?),

sería como tratar de borrar de la historia literaria alguna de sus obras. Lo mismo podría decirse de Borges, quien (a pesar de lo que digan unos u otros) deseó descansar para la eternidad en Ginebra, tal como certifican su enigmático epitafio y su viuda, María Kodama. Trasladarlo al panteón familiar, próximo a la tumba de Evita en el Cementerio de La Recoleta sería hoy totalmente incomprensible. Sería traicionar su memoria y su universalidad. Me pregunto si también lo sería en el caso de García Lorca, enterrado en una fosa común de lugar incierto (dos son los más probables) en el granadino barranco de Víznar.

Todo hombre es mortal, reza el silogismo. Pero, aunque muchos artistas, pensadores o escritores consigan, con su obra, huir de esa fatal certidumbre humana, su memoria no pertenece a nadie más que a ellos mismos y, quizás, también un poco a sus lectores, a los cuales poco les puede importar que su cadáver repose en un lugar o en otro. En cualquiera caso, el sitio donde estén enterrados, el lugar donde los sorprenda la muerte, forma (como el desenlace en una buena trama de ficción) una parte tan importante de sus biografías (a veces incluso la más importante, la más significativa, la más simbólica, la más real) que tratar de restituirlos, si no fue su voluntad expresa, al lugar al que supuestamente pertenecen, resulta absurdo y, tal vez, sólo sirva para que el político de turno pueda anotarse un tanto y figurar en la foto como quien ostenta orgulloso un trofeo de caza.

En fin, para todos aquellos interesados en la necrofilia literaria existe una web (www.findagrave.com) que se ocupa extensamente del tema. También algunos libros. Entre ellos merece destacarse el hermoso volumen firmado por el poeta holandés Cees Noteboom (Le Havre, 1933), Tumbas de poetas y pensadores (Siruela, 2007), en el que deja constancia de sus visitas, a lo largo y ancho del globo, a las tumbas de insignes creadores como Drummond de Andrade, Leopardi, Dante, Keats, Montale, Machado, Spinoza, Flaubert, Joyce, Eliot, Stevenson, Goethe, Baudelaire, Hölderlin, Kafka, Melville, Neruda, Proust, Vallejo o Brecht. Las ciento treinta y cinco fotografías en riguroso blanco y negro de su esposa, Simone Sassen, van acompañadas casi siempre de textos del propio Nooteboom, de otros autores o, incluso, de los propios fallecidos. La temática es siempre común: la muerte. Acaso nada extraño, pues tanto el hecho de nacer, como el de morir, circundan la vida y, en el fondo, cualquiera podría preguntarse: ¿existe acaso algún otro tema literario, excepto la propia creación, que, por situarse entre ambos (vida y muerte), no se relacione con ellos? La gran sensibilidad mostrada por los autores del volumen referido no sorprende en alguien que despierta una admiración tan diversa por su variada obra y por la labor de traductor de poetas de lengua castellana, catalana, francesa o alemana.

Los poetas y pensadores son, o fueron, hombres y mujeres reales, que existen o existieron en otras épocas, no siempre lejanas, pero cuya presencia, cuando ya no están entre nosotros, continúa llenando un hueco en nuestras mentes y en nuestras vidas gracias a sus escritos. Como dice el propio Cees Nooteboom: «Visitamos unos muertos a los que conocemos mejor que a la mayoría de los vivos», pues, podríamos añadir en complicidad con Quevedo, la lectura nos permitirá, ahora y siempre, vivir en conversación con ellos.

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