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León

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Troppo vero

Andrés Trapiello. Ed. Pre-Textos, Valencia, 2009. 794 pp.

NICOLÁS MIÑAMBRES

Con una extensión superior a la de tomos anteriores, Andrés Trapiello se asoma al mundo editorial con este Troppo vero , dudando aún de si esta sección de Salón de pasos perdidos responde a las exigencias del género de la novela. Para evitar dudas, el autor advierte: «Esto, señores, no es más que un vidario». Todo viene a ser una cuestión baladí, pero no lo son los titubeos del escritor ante el hallazgo de las palabras adecuadas: «las mías están hechas de arcilla, como los cántaros rotos», advierte en «Confesiones de un pánfilo», temeroso también del eco que pueden encontrar en los lectores. Muy avanzada la obra, confiesa sin tapujos su entrega a esta creación de cuaderno de bitácora personal: «Eso es lo que ha hecho uno toda la vida, cuando lo piensa bien: recoger en sus márgenes lo que la vida y los amos desecharon, en el Rastro, en la literatura» (p. 668).

La obra presenta la estructura y enfoque habituales de los últimos tomos: ver la vida, convertirla en «fractales más o menos poéticos, como fractales de tiempo fueron los años idos de san Ero de Armenteira». Sin embargo, esta entrega presenta algunas peculiaridades. La primera es una curiosa escena que vive el escritor mientras observa cómo el fuego devora unas zarzas, dejando indemne la higuera a la que rodean. El sorprendente suceso (al que atribuye condiciones bíblicas en la presencia del ser que se le aparece entre las llamas), se convertirá en un extraño recuerdo, recreado en diversos pasajes de la obra. Aun tratándose de un toque efectista, se ofrece en algún momento casi como una mirada nueva de la realidad. La segunda novedad tiene que ver con el paisaje y el paso del tiempo: la obra, por primea vez, no termina en su casa extremeña, lo cual genera un cierto desasosiego en el escritor, convencido de que «en Las Viñas nos basta atender las cosas menudas de Las Viñas para sentirnos sólo personas» (p. 788). Es la comprobación de que el paisaje extremeño es parte esencial de la sensibilidad creadora y de su familia: «Vistas desde aquí las Viñas se aparecen como la tierra prometida, la de nuestra juventud, la de la infancia de los chicos, la del pasado que entre todos hemos construido» (p.792). Sorprendentemente, al final de la obra, el recuerdo de la zarza vuelve a la mente del escritor: «Lo primero que haré será ir a la zarza donde hace un año tuve yo la visión, por si entra de nuevo en combustión».

Por lo demás, el lector fiel de Andrés Trapiello (de cuya existencia el escritor tiene algunas dudas) encontrará el mundo habitual de otras entregas: bellas descripciones del paisaje, con ecos de panteísmo, pasión por el Rastro y sus tesoros y las semblanzas de artistas y escritores, sin que falte su visión amarga de Camilo J. Cela o de José Hierro, por ejemplo. Y, por supuesto no falta León, su ciudad, vista, como siempre, en recuerdos lejanos de extraña amargura: «Volvimos de León, y antes de llegar a Benavente ha dejado uno atrás ya los recuerdos».

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