Cerrar

Testimonio inédito de los sucesos de Madrid de 1834

Publicado por
León

Creado:

Actualizado:

VICENTE M. ENCINAS

H ace unos años, una familia de Sahagún me entregó desinteresadamente dos carpetas de documentos. Una de ellas contenía fotocopias del esplendor patrimonial del Condado de Grajal. Reflejaban pergaminos bellamente adornados de viñetas multicolores, compras de villas e inventarios de la riqueza atesorada en el Palacio Condal de la Villa graliarense. La otra carpeta conservaba papeles inéditos sin conexión, manifiestos de libertad de religión y conciencia y sermones revolucionarios recién salidos de la imprenta. Una especie de separatas con tinta de años, todavía fresca y brillante. Todo ello pertenecía a Fernando de Castro. El marco o más bien el escenario de la entrega nos trasladaba a los siglos XV y XVI. Era una habitación dormitorio con un crucifijo florentino y cuadros que habían adornado las azulejadas paredes del Palacio con colores toledanos. Me impresionaron los tálamos de nogal negro, a su vez ennegrecido aún más por la pátina del tiempo. Cabezales altivos que conservaban los sueños y grandezas de Señores y Condes y estructura jónica a los pies. Mesitas de noche, elevadas y altivas, que semejaban catedrales góticas con sus pináculos y arbotantes o ensueños renacentistas tamizados por la iluminación de oxidadas palmatorias de cobre.

Entre los documentos pertenecientes a Fernando de Castro Pajares, se ocultaba una obra iné dita, de letra manuscrita, prieta e impecable, taladrada y carcomida por las lepismas. Sus cubiertas se reducen a un folio doblado en el que se anuncia la publicación de una Historia de Rusia , escrita por Augusto Suárez de Figueroa y Ortega en 1834. El trabajo está contenido en 87 amarillas páginas, de tamaño cuartilla y bordes salpicados de tinta negra. Lleva por título Memoria de los sucesos de Madrid en los días 17 y 18 de julio de 1834. Su autor es D. Cayetano Navarro de Cea, Abogado de los Tribunales Nacionales, del Ilustre Colegio de la Villa de Madrid y de los Reales Consejos. En este caso, de Isabel II. El opúsculo está terminado el día 30 de septiembre de 1834.

Navarro de Cea fue un personaje que nació a finales del siglo XVIII y escaló en importancia y prestigio en la época de la desamortización y de las luchas entre liberales y conservadores, durante las décadas de 1830 y 1840. A través de esta monografía aflora un profundo y amplio conocimiento de la historia, pero de manera singular, una visión y dominio de la cultura clásica. No en vano tradujo al castellano, en dos volúmenes dedicados al General Espartero, Las campañas de Alejandro Magno , historia escrita en griego por Plutarco y en latín por Q. Curcio Rufo. Las anotaciones documentales, que Navarro de Cea aporta, denotan un gran dominio personal del universo cultural e histórico grecolatino. Nuestra pequeña obra está dedicada a Sahagún, «hermosa capital del partido del mismo nombre y a los procuradores de la misma provincia». A mi juicio, esta Memoria se la regaló el autor a Fernando de Castro. De aquí que se encontrara entre sus papeles. Las ideas de Navarro de Cea coinciden con las de Fernando de Castro en su época anterior a la inmersión profunda en el krausismo. El autor conoce perfectamente Sahagún y su Monasterio Benedictino. En una de las notas documentales nos habla de la «Biblioteca del Monasterio de Sahagún donde se conserva un manuscrito original curiosísimo. Es el pacto de hermandad que firmaron los Nobles Castellanos en Burgos en 2 de junio de1315 con el que se arreglaron y compusieron las turbulentas desavenencias que se suscitaron con motivo de la minoridad del Rey Alfonso XI». ¿Dónde estará?

Los trágicos sucesos en Madrid en 1834

Fernando VII murió el 19 de septiembre de 1833. Dejaba la Nación dividida y al borde de guerra civil. Una herencia envenenada. Había restablecido la Pragmática Sanción de Carlos IV y con ella el odio y la contradicción entre liberales y conservadores absolutistas. Una vez más las dos Españas frente a frente. Le sucedió su hija Isabel II, de tres años, bajo la regencia de su madre María Cristina, asistida por un Consejo de Gobierno dirigido por Cea Bermúdez. Éste abandonó el Gobierno el 15 de enero de 1834, ante la imposibilidad de poner de acuerdo, con su postura ecléctica, a ambas tendencias antagónicas e irreductibles. Le sucedió Martínez de la Rosa, escritor, ensayista, dramaturgo, liberal destacado en las Cortes de 1813 y converso hacia posturas moderadas y caminos de concordia en 1834. Fruto de estas ideas publicó el Estatuto Real de 1834 . El texto constaba de 50 artículos. En el fondo constituía una amalgama de repostería, integrada de moléculas y átomos liberales, pero también conservadores, en el marco de cierta moderación constitucional, que no convencía a nadie. Y a él, siguiendo la manía ancestral de los pueblos ibéricos, le apodaron «Rosita la Pastelera». Como actúan con frecuencia los políticos, para dotar de validez y legitimidad «democráticas» a sus propuestas «geniales» pero vacías o «fatuas», estatutos o planificaciones, se convocaron Cortes Generales a mediados de julio, ya que el Estatuto Real no aclaraba con precisión «la tabla de derechos» individuales de cada ciudadano y el principio de Soberanía Nacional. Afirmaciones estas de absoluta rotundidad en la Constitución de 1812.

A punto de abrirse las Cortes, los liberales radicales o «exaltados» o «progresistas» como dijeron llamarse, se hicieron dueños de la calle y provocaron motines de violencia inaudita. El resultado de estos episodios vergonzosos, los más funestos de la historia del liberalismo español, fue la muerte salvaje y asesinato de más de un centenar de religiosos, mayormente jesuitas. El pretexto no pudo ser más delirante y mendaz. En estos momentos se propagó una mortífera epidemia de cólera. Culparon al clero indefenso de la irrupción y propagación de la peste. La prensa maximalizó el contagio y la extensión, provocados por el rumor intencionado y perverso de que los curas y frailes habían envenenado las fuentes que proveían de agua a la población.

Los historiadores cifran estos hechos en los días 15 y 16 de julio de 1834. Sin embargo, Navarro de Cea, meticuloso y veraz, por su condición de Abogado del Consejo Real y de los Tribunales Nacionales, afirma categóricamente que acaecieron en los días 17 y 18 de julio. Tal vez haya que corregir la fecha anterior y devolver a la historia el tiempo real del suceso, porque Navarro de Cea fue testigo de excepción, testigo presencial y notario de los desdichados acontecimientos.

Transcribo sus palabras como una reliquia histórica de valor incuestionable: «El acontecimiento forma época en nuestro siglo, pero es un borrón que le afea y denigra y un suceso memorable por su atrocidad y barbarie (...). Atraído por la curiosidad de la Corte (...) para tener el gusto de presenciar la solemne apertura de nuestras Cortes (...) me hallaba en mi casa la mañana del día 17 de julio de 1834 leyendo en los papeles públicos la triste relación de desgracias que causaba en algunos barrios de la Capital la funesta epidemia conocida por Cólera morbo asiático, que el día anterior había desplegado con espantosa actividad su mortífero influjo. La consternación que me causaban tan infaustas noticias se aumentó extraordinariamente al oír los gritos de «Mueran los frailes, estamos vendidos, nos van a envenenar a todos; la gran mortandad de ayer y hoy no procede del cólera, sino de un tósigo activo que han echado en las fuentes: hay sujetos pagados por los frailes para mezclar el ingrediente fatal en las Cubas de los Aguadores: acaba de prender la Policía a un muchacho y dos hombres con paquetes de polvos envenenados, en la Fuente de Puerta Cerrada: los frailes, los frailes son los que proyectan esta horrible trama, para que volando la noticia de una gran mortandad a las provincias, aterrados los Procuradores no acudan a la Capital y de este modo se impida la apertura del Congreso Nacional, que está próxima. Esta es una horrible conspiración,!!! (repetían) con otras mil cosas» que me aterraron y trastornaron.

No permitían acercarse a las fuentes

Estos gritos de alarma me llenaron de espanto y confieso que se me erizaron los cabellos. Salí de casa y en las calles principales advertí varios corrillos y grupos de gentes que repetían casi lo mismo. Se notaba gran inquietud y mucha confusión (...). Los Aguadores llenos de miedo no permitían a nadie acercarse a las fuentes. Por la tarde se recargó la conmoción y reventó la ruina. En la Puerta del Sol asesinaron a uno de los envenenadores y como me informó un amigo, testigo presencial del hecho, era un infeliz criado que se acercó a coger agua a los Caños de la Mariblanca y los aguadores se lo impidieron. Este asesinato fue la señal del combate. Advertí un inmenso gentío en la Calle de Toledo y viendo que conducían a un cadáver en unas angarillas, me acerqué al corro y noté que era un pobre donado o lego de San Francisco, lleno de sangre y estocadas, con la cabeza dividida en tres o cuatro rebanadas, porque según decían le cogieron in fraganti con el veneno. Efectivamente llevaba sobre el pecho el supuesto cuerpo del delito en un paquetito de papeles cuadrados sueltos. Para cerciorarme por mí mismo cogí uno de aquellos papeles, ¿pero cuál fue mi sorpresa al ver que era un sinapismo cargado de mostaza que sin duda llevaba para algún religioso enfermo? Era arriesgado protestar (...) y lo volví a depositar sobre el pecho del difunto.

Crece el alboroto y se redoblan los gritos de muerte. Sitian el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de San Isidro. Allí, según decían, estaba el depósito o provisionado de paquetes de polvos fatales. Varios religiosos aturdidos quisieron salir disfrazados a la calle y al punto fueron víctimas de la atroz barbarie. Rompen las puertas, destrozan cuanto encuentran; un confuso tropel de hombres (...) y soeces de ínfima plebe se introducen por los claustros, asesinan sin piedad a los infelices religiosos (...) y aquella horda de forajidos, cual manada de lobos hambrientos, buscaban por todas partes presa que devorar. De allí se dirigieron al Convento de Predicadores Dominicos de Santo Tomás, degüellan a sangre fría a los inermes religiosos (...). Robos, muertes, desgracias inauditas se vieron en la Calle de Atocha.

La noche puso tregua a tan sangrienta escena. Horrorizados de cuanto habíamos visto, nos retiramos persuadidos de que cesarían los desórdenes, porque según todos aseguraban nada habían hallado en los Conventos que pudiera dar algún colorido a los excesos. Nada, ni aún remotamente, se encontró que justificara los delitos que se imputaban a los religiosos, pues a pesar de que los asesinos se esforzaban en persuadir con horribles alaridos, que en los Jesuitas se habían cogido millares de paquetes de polvos envenenados, ningún hombre sensato les prestó la menor atención, nadie creyó tan ridícula patraña (...). Entre 10 y 11 de la noche se renuevan los gritos con doble furia. San Francisco el Grande, los Religiosos mendicantes (...) no se libraron del furor de los que habían jurado la muerte y exterminio de los Institutos Religiosos. Cercan los conventos por todas las partes, rompen las puertas, introducen la sangre y devastación en las humildes celdas (...). El templo santo y magnífico fue profanado, la sangre corrió por el recinto y los que huyeron espantados por las calles inmediatas cayeron heridos sacrílegamente. El clamor triste de las campanas pidiendo socorro, los horribles gritos de la chusma que discurría por las calles con teas encendidas, la oscuridad de la noche, el estruendo de los tiros, el movimiento de las tropas, todo formaba el más terrible e imponente contraste. Hartos de sangre y de crímenes se dirigen al Convento de Ntra. Sra. de la Merced, donde emplearon lo que restaba de aquella noche fatal (...) degollando sin piedad a los religiosos indefensos (...). Luego se dirigieron al Convento de Atocha, pero la Autoridad los atajó». Día 18 de julio. Relato personal y testimonial de un hombre justo que, en las restantes páginas de su reducida obra, analiza la ingente labor humanitaria de los religiosos españoles de base. Cuando la conciencia individual es liquidada, aflora y actúa la férula oscura de políticos nefastos o manipuladores sin alma, sea cual sea la ideología.