Diario de León
ILUSTRACIÓN: GÓMEZ DOMINGO

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León

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Aún hoy, después de tanto tiempo sigo escribiendo cartas al viento para colocar mi vida en algún lugar no determinado. Mantengo ciertas costumbres nuestras todavía, sólo las que compartíamos a diario. Son antiguas facturas ya pagadas, no te preocupes. Añoro las horas punta, los momentos insignificantes, pero cotidianos (un café, una llamada, los secretos, las risas...). Regreso como por inercia al mismo lugar porque sé que tu mente solitaria se está conectando en ese tiempo para transmitir, o más concretamente, emitir ondas iracundas hacia los azares del destino; el que nos prohibió todo y nos hirió.

Seguramente sin proponértelo, me envías reflejos fuertes de esas frecuencias airadas. Ellas se saben obligadas a cruzar mares si es preciso, estaciones y caminos polvorientos; viajan luchando con lo telúrico para alcanzarme. Y me llegan, ¡estate tranquilo! Cuando me rozan la piel lo vuelvo a entender todo.

En ese instante concreto, miro el reloj para confirmar que era la hora pactada, y yo me reafirmo entonces en los cinco sentidos que me alertan en lo verdadero de «la esencia humana»: una mezcla de realidad e imaginación bien condimentada.

Pienso que los sentimientos duraderos no usan artimañas verbales, no se suelen vestir con palabras de diseño en las pasarelas del lenguaje.

No sé si mantendrás en tu memoria aquel día gris en el que escribí un poema: «Sólo escúchame cuando te hablo»; unos pocos versos que resultaron un grito de guerra, y yo lo único que pretendía al leértelo era que me escucharas a mí entera, no únicamente a mis palabras, porque yo... te hablaba con todo mi ser ¿te acuerdas?

Mientras le daba forma a aquella atormentada poesía, tenía la certeza aún vigente, de que las emociones perduran; siempre que hagamos prevalecer nuestra parte orgánica y visceral sobre lo meramente oral. El infravalorado lenguaje corporal nos ayuda a sentir, nos permite demostrar todo lo que nos recorre por dentro en las ocasiones importantes y ese código de signos sí queda grabado en las mentes para la eternidad.

Sin proponérmelo, mi alma y mi cuerpo conservan las oquedades de lo infinito y duradero, lo sustancial y no caduco. Me gusta mantener mis huecos. Son profundas cuevas que paseo con orgullos jóvenes y que permanecen habitadas por tus miradas, por las caricias aterciopeladas que te di mientras tu risa fue espontánea, y por muchas lágrimas sin represión.

Como imaginarás, dispongo de un gran manojo de llaves que abren las puertas de tus recuerdos; esos que cómodamente se han instalado en mí. Suelo traspasar con frecuencia los umbrales de esos agujeros cóncavos que me llenaste poco a poco, y rara vez, sale a recibirme una palabra; aquellas que me susurrabas al oído, se subieron en las nubes al soplar el viento. Se marcharon lejos.

Sin embargo, perviven aún luces fijas en la oscuridad de esas cavernas: «los ojos con que me miraste una vez para siempre, nuestras bocas sellando pactos nocturnos, las fragancias frescas de las duchas recientes, tus manos cálidas descorchando proyectos; y ¡cómo no!, todas las canciones tarareadas al unísono.»

Todas estas sensaciones respiran cuando abro mi interior, pero a diferencia de las palabras, no huyen, han decidido quedarse conmigo para completar mis vacíos. En realidad, las impresiones que desgranábamos juntos son las reinas en lo más recóndito de mi alma, gobiernan mi territorio espiritual mezclándose con mis personajes encantados; como la princesa Borenia. Ella, mi favorita entre lo legendario, cubrió todas sus ventanas de amor con lágrimas propias hasta quedar anegada en el fondo de un maravilloso lago.

Sinceramente obsequio con abrazos invisibles a todos los seres, ficticios o no, que en algún momento conquistaron mi mente; deseo que sigan conmigo en armonía con lo tangible y real, en equilibrio.

Este es mi verdadero equipaje; en buena parte el que tú olvidaste a mi lado mientras te alejabas sin darte cuenta.

Ahora sólo escribo para darte las gracias por este regalo. Todos tus recuerdos son mis compañeros fieles, los que no me abandonan, los que me mecen cuando sueño. Ellos son capaces de dirigirme el corazón hacia lo que percibí y aprendí de ti; hacia lo nunca dicho.

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