Contando palmeras
Como en todas las noches veraniegas la anciana camina tranquila, sin prisa, por el Paseo Marítimo. Mira a derecha e izquierda y sonríe: jamás se repiten las escenas que transcurren ante sus ojos. Presiente que esta noche va a ser especial. Sigue caminando. Del puerto parte, lentamente, «El melillero», el ferry que une a las dos ciudades vecinas a uno y otro lado del Mediterráneo. Pronto se le verá en la lejanía surcando el horizonte, elegante, meciéndose firme y coqueto, luciendo su bonita estampa y sus ínsulas de Titanic. En su interior, cientos de pasajeros que no pueden permitirse el lujo de viajar en avión o, quizás, desconfíen de la seguridad de esos cacharros con dos alas que intentan cubrir la distancia varias veces al día, unas logran elevarse y otras regresan, con suerte, sin haber logrado tomar tierra en suelo africano.
Desde un banco del paseo una mujer insomne, con la mirada perdida en el húmedo manto, derrama una subrepticia lágrima que aparta de su marchito rostro con rabia. Quizás recuerde al hombre que partió por mar para cumplir sus deberes con la Patria y no retornó para consumar su juramento de amor con ella. O, tal vez, rememore aquel otro viaje, años más tarde, en el que, a pesar del temporal de levante, por primera vez tocó el cielo con sus manos, se abrió en él un amplio espacio entre los oscuros nubarrones y brotó una espesa lluvia de flores de colores y voces limpias, angelicales, entonaron cánticos de gloria. O ¿por qué no? esté añorando sus duros años de matutera en convivencia con los uniformados de la aduana.
A cien metros, en un chiringuito, un grupo de jóvenes celebra el suspenso en selectividad. Septiembre recompondrá los platos rotos. Junio y julio en la playa, agosto en la Feria y en diez días, repaso a fondo: «esto está chupao». Sus abuelas no tendrán, por ahora, que cumplir la promesa ofrecida a Santa Rita, abogada de lo imposible.
Junto a ellos un hombre, casi invisible, da órdenes -”móvil en ristre-” al patrón de la patera que trasporta hacia la costa treinta y ocho despojos humanos que partieron de Senegal hace dos años, fuertes y alegres, con la esperanza de encontrar un mundo más justo. Desde la acera cercana, en un coche camuflado, cuatro Guardias Civiles siguen atentos la faena que coronará con la frustración de sus esperanzas.
A lo lejos, procedente de Puerto Banús, se acerca un yate blanco. Gente guapa y aburrida que, no contenta con las diversiones nocturnas en sus cotos, pasan estas horas escandalizando al personal. Paran motores, se oyen risas discordantes, contaminadas de polvo blanco y el fino de la Feria de San Bernabé. Salen desnudos a cubierta y se lanzan por la borda para alcanzar la orilla.
Las gentes del lugar, acostumbrados al desafío, los menosprecian, aunque, en el fondo, a algunos les gustaría pasar el platillo en las oficinas de la prensa rosa. Van llegando a la orilla, primero un joven de pelo rizado y pinta de escocés, después, la niña de papá, antiguo cacique de un pueblecito del interior y el playboy argentino de turno. Sonrientes preguntan al dueño del chiringuito:
-”¿Ha llegado Harry?
Le contesta un estudiante:
-”No, creo que anda repitiendo en Hogwarts.
-”Imbécil-” increpa la niña de papá.
-”Merdellona-” concluye otro joven.
El dueño del chiringuito aconseja a los recién llegados que no provoquen a los chicos que son muchos y ellos sólo tres. Se vuelven de espalda con cara de suficiencia y llegan a su mundo, tras nadar unos cien metros en las, hasta entonces, limpias aguas. Se reanuda la bulliciosa calma.
Frente al mar, en la torre del homenaje del Castillo de Gibralfaro, unas luces intermitentes transmiten al petrolero que aparece por levante que el camino está expedito para soltar la zodiac y desembarcar su carga de muerte en la desembocadura del Arroyo Gálica. Los Guardias Civiles están entretenidos con los «morenos».
Unos metros más abajo, en el Parador de Turismo, Toti y Juan, no han visto al ferry melillero presumir; ni a la anciana matutera llorar; ni a los jóvenes alborotar en el chiringuito; ni a la patera llegar casi hundida y a la Guardia Civil socorrer a los supervivientes; ni a los mozos nadar desde el yate hasta la playa en bolas; ni a la zodiac arrojar la muerte blanca en la desembocadura del río seco. Ellos son muy felices festejando el día de su boda rodeados de cien amigos y parientes. Y es lo que todos dicen:
«Un día es un día y hay que disfrutarlo porque ¿y si mañana no hay nada que celebrar?».
Y la anciana continúa caminando, de madrugada, por el Paseo Marítimo. Como siempre, va contando las palmeras, aunque jamás ha conseguido saber su número exacto porque las revoltosas olas, que rompen junto a sus pies, parecen decirle: «cuarenta y ocho, treinta y siete, veintitrés, empieza otra vez». Y empieza.