Llora la nube
A mi padre, M.Z.L,
In Memoriam (1928 - 2007).
Era el primer día del mes de Diciembre y un aire seco, muy frío, barría con fuerza las últimas hojas del suelo hasta llevárselas consigo por el cielo negro punteado de estrellas brillantes.
El hijo menor llegó al parque al anochecer. A veces pisando la hierba gris del jardín, otras sintiendo bajo las suelas la minúscula grava del camino, recorrió los últimos metros hasta alcanzar la rotonda. Vio al fondo el quiosco sin músicos, también una vieja fuente de hierro con gruesos caños dorados y, en el centro mismo del gran círculo, la estatua de su infancia.
Silencio. Soledad. La helada noche de invierno los merecía. El joven encontró vacíos los cuatro bancos: viejos asientos de madera con el corazón abierto y pintado de verde, orientados a los cardinales en el margen de la rotonda. No tuvo siquiera que elegir; el magnético instinto de su propia sangre le dijo cuál de los cuatro le correspondía. Se sentó en el banco del Norte.
El hijo menor había venido a cumplir con su obligación. Y así lo hizo: soportó el frío, encaró su pena, no se dejó llevar por la rabia que le salía de dentro, de muy dentro; del fondo del alma; y cerró los ojos para recordar a su padre. Se lo imaginó sentado en aquel viejo banco: con su abrigo azul, con su pantalón de pana gris, con su fiel bastón. Lo vio no haciendo nada; tan sólo estando; siendo; ¡viviendo! Y a partir de entonces ya no hubo pena para el hijo menor. Ni distancia ni sombra ni angustia. Ni siquiera el adiós que no había podido pronunciar.
Pero la noche de invierno, oscura y cruel, decidió enviar su viento para acabar con los recuerdos, para cubrir toda esperanza con realidad. El hijo menor se dio cuenta enseguida de su derrota. No pudo sino volver a abrir los ojos, ahogados ya en lágrimas, y reclinar la cabeza sobre el cálido respaldo que en aquel momento le daba cobijo; como antes había hecho con aquel que ya no estaba.
Entonces ocurrió algo... ¿Porque Dios existe? ¿Tal vez por obra de la causalidad? Poco importa... El hijo menor acabó distinguiendo las estrellas a través de la negrura y vio acercarse entre ellas una nube blanca que traía grabada la forma de un rostro: rostro familiar y muy querido. Decidió imaginar que aquella nube, que tantas veces había pasado sobre el que ya no estaba, tenía el poder suficiente para arreglarlo todo. Y pensó. Y después dijo:
Nube preñada de pena,
si es verdad que has aprendido a llorar,
llueve sobre este hijo triste
para limpiar de sus ojos tanta soledad.
Cuéntame algodón del cielo
si también él se sentaba aquí,
si al pasar te saludaba,
si el que ahora nos falta, se parecía a mí.
Y dile nube mía, dile si por el cielo le ves,
que le guardo este banco del Norte,
por si está cansado, por si decide volver,
para que juntos, para siempre juntos,
a la triste noche de invierno logremos vencer.
Una tremenda alegría inundó el pensamiento del joven. Estaba satisfecho con su trabajo y se sentía por fin en paz. Se levantó de aquel banco que por respeto jamás volvería a ocupar y sin miedo, sin mirar atrás, salió del parque a recorrer el resto de su vida.