Diario de León
ILUSTRACIÓN: GÓMEZ DOMINGO

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Lentamente en la tarde se oscurecen los colores de la tierra. Sin embargo a Floripes y a Jorge les parece que la tarde ha transcurrido rápidamente, no les ha dado tiempo a notar la fiebre que les hizo introducirse a uno en el otro. No han tenido tiempo de mirarse a los ojos con profundidad, todo ha sido rápido, como el súbito calor que les invadió el espinazo y les incitó a comerse a bocados. Floripes se atusa el moño, se abrocha los botones de la chambra, se odia a sí misma. Jorge, se sube el pantalón nervioso, huyendo de la mirada de los girasoles que ya dormitan en el crepúsculo de la tarde. Se odia a sí mismo.

Jorge y Federico se fueron juntos al frente, amigos desde los primeros pasos. Enemigos de la lucha que estaban obligados a apoyar para defender la libertad. Amigos de las buenas y alegres tardes de domingo en la casina del pueblo en invierno, donde la juventud se reunía para forjar sus ideales y el futuro de una vida en paz que no pudo ser. Enemigos de una guerra fraticida que les llevaba a malgastar parte de su vida, o a malgastarla entera, en unas trincheras que ellos no habían construido. Ellos construían trincheras de literatura, de canciones a las mozas en las noches de ronda. Federico se despidió de Floripes con una herida profunda de angustia por la separación. Floripes lloró su partida cuando la pena acorralaba aquellos tediosos e infinitos días sin su amigo del alma. Jorge se dedicó a consolar a su amigo en el frente cada vez que la herida profunda de la distancia de su amada, le movía los recuerdos.

-”Ya me gustaría a mí tener una paloma con la que soñar, y ya ves, aquí me tienes tan fresco y sin novia a la que poder añorar.

-”Tienes razón, Jorge, pero se me hace muy duro no poder contemplar aquellas dos brasas que queman cuando la tengo tan cerca. Es la mujer más bonita de la tierra. Cuando llegue me la comeré. Te juro que no voy a esperar las bendiciones de nadie para tragármela cruda.

-”¡Calla, que me estás poniendo cachondo, hermano! ¡Qué suerte la tuya tener una buena hembra para engullirla enterita cuando llegues!

Los dos amigos soñaban, así pasaban mejor el hambre, el frío y el miedo que allá abajo en la trinchera, se los comía como un demonio maldito. Hasta que en una gélida luna de enero, el plomo contrario entró en el ágil y bello cuerpo de Federico. Lo trasladaron malherido al hospital de campaña. Allí le hizo un apaño milagroso, el único soldado que sabía algo de anatomías maltrechas. Cuando a Jorge le dio permiso el capitán de su pelotón, para ir a visitarlo a la enfermería del sanatorio en la ciudad, contempló asombrado a un Federico triste, abatido, sin ganas, pero con la fuerza del cariño, que le daba el hálito para seguir viviendo.

-”Si esto se acaba antes de que sane o tienes oportunidad de ver a Floripes, dile que le sigo siendo fiel en cuerpo, bueno qué cuerpo (dijo sonriendo a su amigo) y en alma. Que no sucumba, que me espere. Que no se deje consumir por la soledad, que llegaré a ella con más ganas que nunca. Dile que me he mantenido vivo por su cariño, he sentido cada minuto en mi persona su ternura, y gracias a ella he podido con la muerte.

Tan preciso y convincente fue Jorge al describirle a Floripes el amor que su amigo la profesaba, que de ahí a las caricias, no hizo falta un mal viento. Y de las caricias, sin que los girasoles dormidos de la tarde se percataran siquiera, a las respiraciones contenidas. Y del pecho erguido por la carne, al desenlace de un linchamiento absoluto de sentidos que provocó una batalla inútil de sentimientos prisioneros del deseo.

El ruido del llanto de una niña en la luna creciente de una noche cualquiera, despertó a Federico en su lecho de guerra. Supo que Jorge le andaba ocultando algo cuando entró por la puerta, su cuerpo había menguado, traía la boca cerrada con la cremallera de una culpabilidad rastrera, notó una capa de niebla en los sinceros ojos de su amigo.

La guerra ya nunca acabaría, se hizo eterna desde aquel día, en el que el cuchillo del odio se instaló en el costado herido de Federico. Se volvió solitario, huraño, triste, loco a veces, cuando la carroña del recuerdo le reconcomía el hígado. Nunca volvió al pueblo, allí ya no le esperaba nadie; a sus padres se los había tragado el hambre del hombre por imponer una única voluntad. Nunca quiso saber nada del pasado que lo dejó herido de guerra y de odio.

Jorge y Floripes criaron a su hija con el costal mortal de la culpabilidad siempre escondido en la sombra del futuro. Intentaron soportarse y caminar juntos con compañerismo, para sacar adelante a aquella preciosa luz que los girasoles dormidos les habían dejado al cargo. Ana les dio alegría en aquella indecente tragedia. Puso un poco de paz en su brutal inconsciencia. Poco a poco se fueron haciendo una familia donde Ana creció feliz. En el río de los días, la vida se llevó a Floripes cuando aún rozaba los cincuenta y Jorge vivió por y para su hija. Ésta andando el tiempo, le dio una nieta con la que pudo al fin superar la guerra interior que cada día le carcomía las venas. Anita era una niña serena, llena de risas y caricias que derretían al abuelo. En el río de los días, la vida camina imparable y un buen día Anita es una mujer hecha y derecha que le presenta el novio a su abuelo. De repente, la artrosis, el colesterol, la diabetes..., descargan sobre Jorge un total de ochenta años. Decide acercarse al geriátrico del pueblo y solicitar plaza, es la hora de compartir y departir con los de su edad un presente oxidado por los años.

La habitación es doble, le toca un compañero encerrado en una triste sordera de oído y de corazón, pero Jorge es paciente, supone que pasado el periodo de adaptación todo irá mejor, él pondrá todo de su parte. Le comentan que es un hombre de otra provincia que no tenía sitio en el geriátrico que le correspondía, por eso ha tenido que venir a este. También le adelantan que se llama Federico. Entonces el puñal dormido de la culpabilidad, abre profunda brecha en su alma. No puede ser que después de tanto tiempo el pasado venga a cobrarse la dote ante la tumba. Se siente abatido y de repente los ochenta años se le hacen losa lapidaria. Pero bueno, qué tonto soy, piensa, ¿por qué ha de ser él? Seguro que sus apellidos no coinciden con los de mi Federico.

Anita que no pudo acompañar al abuelo a su nueva casa, acudió esa misma tarde a visitarlo. En aquella habitación entró una luz que desarmó al rayo oscuro del olvido. Federico se quedó más mudo de lo que ya estaba, al contemplar la figura de Floripes en vivo. No puede ser, se dijo, debe ser que estoy en las puertas del último túnel, no ha pasado el tiempo por ella. Se quedó tan alelado observándola, que Jorge, al percatarse, no tuvo ninguna duda de que aquel Federico era el mismo que nunca se hubiese querido encontrar frente a frente. Se acercó a él y lo abrazó, necesitaba sentir aquel costado herido en su pecho. Su sordo gran-enemigo se dejó acunar en aquellos arrepentidos brazos tan odiados y deseados al mismo tiempo, le miró lleno de sal y lo abrazó a su vez, despertando al girasol dormido que había usurpado tanto futuro.

-”¿Me he perdido algo interesante? -”dijo Anita al ver tan tierna estampa.

-”Federico, te presento a... -”El gran-amigo y compañero de habitación no le dejó seguir.

-”La nieta de Floripes.

-”Ya le has contado a tu compañero que soy el retrato andante de mi abuela, ¿verdad, Fede? -”increpó Anita a su abuelo

-”No hace falta, yo conocí a tu abuela y por eso sé lo que me digo.

-”¡Vaya sorpresa! ¿Y dónde conoció usted a la buena de mi abuela Floripes si puede saberse?

Al fin el río de los días despierta a los girasoles dormidos por el odio y la tristeza. La rutina de la residencia y las visitas de aquella nieta de ambos espabila a los dinosaurios de la amistad. Los pequeños dioses de la vida se han unido para trocar el oscuro silencio del pasado en alegres gotas de luz para un futuro lleno del ruido de existencia. A veces la vida nos sorprende con un final feliz.

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