Diario de León
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León

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-”Hoy voy a comunicarme con su padre -”al oírme, los ojos algo saltones de mi tía Luisa, lo mismo de saltones que cuando estaba viva, parecía que se iban a salir de las órbitas-”. Sí, ya sé que es un viejo intratable, pero necesito su ayuda.

La tía Luisa era la única, de entre todos los muertos que había conocido hasta entonces, que me visitaba a diario. Lo hacía por la mañana, cuando Leo estaba ausente, dando tres o cuatro golpecitos silenciosos en la puerta. Y mientras yo barría la casa, daba mazarrón al suelo, echaba palos a la lumbre o ponía el cocido, charlábamos un rato de nuestras cosas. A ella le confesé que Leo estaba a punto de dejarme porque no soportaba más esa capacidad mía de comunicarme con los muertos, una capacidad que se me reveló el día que tuve la primera clase práctica de carnet de conducir.

El profesor se puso hecho un basilisco cuando frené en seco delante del paso de peatones:

-”Inútil. ¿Qué haces que no aceleras?

-”¿Y esa mujer coja con un carrito de la compra que nos saluda con la mano?

-”¡Qué mujer ni qué ocho cuartos!

Entonces me arrebató el volante, pisó el acelerador y la atropelló.

-”Jesús... Se da cuenta lo que acaba de hacer.

No podía dar crédito a lo que veía. Él, en cambio, continuó como si nada.

En la puerta de la autoescuela me esperaba Leo. Cuando le conté lo de mis muertos atropellados soltó una carcajada y, por supuesto, no me creyó. Pero a partir de entonces no había clase que no me llevara a uno y hasta a dos muertos por delante. Y aunque al final renuncié a sacarme el carnet de conducir, ya éstos se me siguieron apareciendo, sentados sobre un fardo de leña, entre los surcos de las patatas, en la rama del manzano, y me lanzaban mensajes para los vivos que yo no podía dejar de trasmitir. Me había convertido en la bruja oficial de la aldea y eso a Leo ya no le hizo tanta gracia. Estaba cada vez de peor humor, empezó a frecuentar la taberna y a llegar a casa a altas horas de la noche, con un olor intenso a aguardiente.

Pero la aparición de Onofre de en el fondo del pozo (Onofre, no sé si porque se había tirado al río, siempre se me manifestaba a través de las corrientes subterráneas), revelándome que esa misma tarde iba a ocurrir una desgracia en el monte, fue la gota que colmó el vaso. Llegué sin resuello a la plaza, donde todos los varones de la aldea se disponían a partir para la caza del jabalí. Les advertí que no lo hicieran si no querían lamentar daños mayores.

-”¿Y tú cómo lo sabes, mujer?

Ya les iba a contar lo que me había dicho Onofre, pero al ver los rostros serios y expectantes de todos hombres del pueblo, el que más expectante y serio estaba era mi marido, me quedé sin palabras.

Y la desgracia, como no podía ser de otra manera, ocurrió. Un jabalí oculto tras unos matorrales embistió contra Quinito, un chaval de ocho años, hiriéndole mortalmente.

Esa noche cuando Leo llegó a casa, más bebido que de costumbre, me soltó que en un par de días hacía la maleta y se iba lejos, donde no tuviera que aguantar más esos inventos míos que eran la comidilla de la aldea.

-”¿Inventos, dices? ¿Después de todo lo que he augurado no me crees?

-”¿Creerte? Quita, mujer -”y se largó dando un portazo.

Entonces se me ocurrió. Tenía que invocar al único muerto que no se me había aparecido hasta entonces: Su padre. Pero no las tenía conmigo. Como muy bien sabía la tía Luisa, el viejo Leónidas se gastaba un carácter del demonio.

Era por la tarde cuando me metí en su cuarto y me eché en su cama, encima de una colcha algo amarillenta. La escasa luz que entraba por la ventana me permitía distinguir los pocos muebles que conformaban ese cuarto oscuro, casi monacal, de paredes blancas, sin adornos.

-”Leónidas, si está aquí, manifiéstese -”invoqué mentalmente.

Repetí la fórmula varias veces, sin resultado. El viejo Leónidas no había sido un vivo fácil, así que tampoco lo iba a ser muerto. Y ya estaba a punto de desistir cuando de pronto le vi a mi lado, sentado en su sillón de paja, fumando un celtas. Tenía buen aspecto, como si por él no pasaran los años.

-”¿Qué coños quieres?

-”Le he llamado para que me desvele un secreto que sólo usted y su hijo conozcan. Sólo así quizá consiga que me crea y se quede. Ande, Leónidas, piense un poco.

-”A su hermano gemelo -”dijo con voz cavernosa tras un largo silencio-” no lo disparé yo en la cuadra por accidente, lo hizo Leo. Claro que nadie lo supo. Ni siquiera su madre.

Ahora entendía por qué en casa nunca se hablaba de ese disparo accidental de escopeta que acabó con la vida de ese niño de seis años que me miraba sonriente desde la foto, comida por el tiempo y la carcoma, de la mesita de noche. Leo estaba a su lado, con el semblante serio. Su padre les sujetaba a ambos por los hombros.

-”Dile de mi parte que son cosas que pasan y que no se culpe más. Y a ti, mujer, te voy a dar un consejo si no quieres que tu matrimonio se vaya al garete: Deja a un lado a los muertos y dedícate a los vivos -”ya se iba a esfumar cuando añadió-”: Ah, y no me llames más.

Fue a la hora de la cena cuando le solté a Leo la conversación con su padre. Pero la parte del mensaje referida a mi persona me la reservé para mí. Leo, agarrado a mis rodillas, lloraba como un niño, jurando que ahora sí me creía. No obstante, las palabras del viejo me habían calado hondo. Había tomado una decisión. Cuando al día siguiente la tía Luisa llamase a la puerta no se la abriría, por mucha tía Luisa que fuese. Ni al día siguiente ni al otro ni al otro. Durante una temporada muy larga no les abriría la puerta a ninguno de ellos.

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