Diario de León

Un caballero medieval eternizado en piedra y poesía

Publicado por
JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
León

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Un cuento de Paloma Díaz-Mas nos habla del fin del mundo y del juicio final; al abrirse los sepulcros, «de la pútrida humedad de las tumbas, de la cavernosa profundidad de los nichos comenzaron a emerger los cuerpos gloriosos, envueltos en sus harapos de carne y tela podridas por los años, por los siglos, por los milenios de moho y vermes». Cuando los «ángeles computistas» procedieron al recuento de los santos que poblaban cementerios, iglesias y monasterios, faltaba uno, el Doncel, que desde hacía siglos esperaba el momento de la Resurrección. Los cuatro ángeles que fueron a buscarlo lo encontraron «indolentemente recostado sobre su propio sepulcro» y «tan absorto en la lectura que fue muy difícil sacarlo de su ensimismamiento y convencerle para que cerrase el libro, se pusiese en pie, tomase en sus manos la palma de la gloria y empezase a dar loores al Señor, porque había llegado el día de la Resurrección de la Carne».

El Doncel de Sigüenza, don Martín Vázquez de Arce, murió en julio de 1486, con 25 años de edad, batallando contra los moros en la Vega granadina. Está enterrado en la capilla de los Arce de la Catedral de Sigüenza. La estatua de su sepulcro, tallada en alabastro, representa al Doncel tumbado y recostado sobre un codo, con un libro abierto entre las manos, figurando leer o tal vez meditar tras la lectura. La actitud del Doncel expresa sosiego, serenidad y dulce melancolía, como si, en efecto, esperara pacientemente, entretenido con la lectura, el día de la Resurrección.

Ortega y Gasset se acercó a Sigüenza en agosto de 1911, entró en la catedral del siglo XII, contempló la delicada figura de don Martín Vázquez de Arce y pensó en la antítesis que representaba: «Ese mozo es guerrero de oficio: lleva cota de malla y piezas de arnés cubren su pecho y sus piernas. No obstante, el cuerpo revela un temperamento débil, nervioso. Las mejillas descarnadas y las pupilas intensamente recogidas declaran sus hábitos intelectuales. Ese hombre parece más de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Mora, en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica. ¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje y la dialéctica?». Si el cuento de Díaz-Mas sobrepasaba la mera contemplación de la figura escultórica por medio de la fantasía, en el texto orteguiano la descripción deriva hacia la reflexión. Narración, descripción y reflexión se combinan en la visión poética a la que me voy a referir.

Entre los poemas dedicados al Doncel, el de Francisco Brines («El caballero dice su muerte») impuso una impronta meditativa y una tonalidad elegíaca que han prolongado en el tiempo otras poéticas sentimentalmente cercanas a la del poeta de Oliva, las cuales acomodan el tratamiento lírico del Doncel a la actitud serena de su figura, a su semblante sosegado y dulce ante el que sentimos la vaga tristeza del fluir del tiempo y de la certeza de la muerte. Hablo de José Luis Puerto y de Andrés Trapiello, nacidos los dos en el mismo año, 1953, frontera convencional entre los poetas llamados novísimos y la generación que los siguió, la cual rechazó la exhibición culturalista de aquellos y su negación de la tradición española anterior. Los nuevos poetas se van a sentir cercanos, justamente, a determinadas poéticas del 50. Trapiello y Puerto, comparten con uno de ellos, Brines, algunos rasgos de afinidad: atención temática preferente al paso del tiempo, desarrollo reflexivo del poema, presencia de la naturaleza, tonalidad elegíaca... Pero acaso las diferencias entre la poesía de Puerto y la de Trapiello sean más que las afinidades, pues parten de modelos distintos: la de Trapiello, de la tradición modernista y noventayochista; la de Puerto, de Ril-ke y la dimensión trascendente de la poesía.

Caballero ya más allá

del tiempo

La obra poética de José Luis Puerto se caracteriza por la conversión del tiempo en eje temático transversal, por la confluencia de pensamiento y emoción, por la expresión de la naturaleza como fruición contemplativa y como símbolo de otras realidades y por la actitud serenamente reflexiva. La poesía de Puerto se inició con El tiempo que nos teje (1982), y concluye, de momento, con Proteger las moradas (2008). En 2006 apareció una amplia antología de su obra, Memoria del jardín . El jardín es un motivo fundamental en esta poesía, trascendido hacia el jardín primordial, ámbito de la inocencia perdida, mito del paraíso del que uno fue expulsado para vivir la vida como un exilio nostálgico y como una búsqueda. Con el tiempo, el jardín será también símbolo del espacio interior de la meditación y del sueño y de lo fructificado a lo largo de los años... La naturaleza poetizada evoca acaso aquel jardín primordial, pero es también contemplación y fruición. De la naturaleza invernal emerge el símbolo de la desnudez, del despojamiento. Sólo desde la ascesis, desde el retiro, se puede acceder al centro interior de uno mismo o al jardín anterior a la caída que aún no sufría el acoso del tiempo, frente al cual el hombre erige estelas, traza señales con el vano afán de detenerlo. La de Puerto es una palabra esencial, concisa y despojada que opta por la emoción y la intensidad, por una poesía que acoja «el rumor de la vida», que es no sólo el rumor de fuera, sino también el de dentro de uno mismo, impregnado de inquietudes y expectativas que trascienden lo aparente hacia el misterio de lo sagrado.

No es extraño que a una poesía preocupada por el tiempo, la concentración en uno mismo, la meditación y lo trascendente le atrajera la figura ensimismada del Doncel de Sigüenza hasta el punto de aparecer con sendos poemas en Paisaje de invierno (1993) y en Señales (1997), así como en las prosas poético-reflexivas de El animal del tiempo (1999). En este último libro escribe: «Sigue el Doncel tendido en su alabastro, con la mano apoyada en la barbilla. Y ese su gesto de melancolía nos sigue hablando de la vanidad en que todas las cosas se sustentan, pues el tiempo nos lleva a ser ceniza y nada. Pero el Doncel -“como Jorge Manrique, con sus Coplas - nunca nos lleva al patetismo, sino a una delicadeza colmada de elegancia, a una levedad, en que se sustenta nuestro clasicismo, ya en el momento de su origen». El Doncel de José Luis Puerto apoya su mano en la barbilla; la figura escultórica, en cambio, apoyada sobre el codo derecho, sostiene un libro con las manos. Pero la mano en la barbilla o en la mejilla es el ademán tópico del que piensa gravemente desde que el Arcipreste de Hita amonestó: «por lo perdido non estés mano en mexilla». El poeta Puerto lo interpreta como «gesto de melancolía» ante el fluir de todo hacia la muerte, expresado con «delicadeza» y «levedad», lo que concuerda con su poesía, que nunca va movida por la vehemencia, sino por el discurrir sosegado, pausado y melodioso, por la contemplación reposada y reflexiva. No es extraño que al poeta le atraiga ese «gesto de melancolía» en la figura del Doncel, puesto que es la tonalidad sentimental que emerge también de su poesía.

Transcribo ahora los dos poemas de J. L. Puerto sobre el Doncel, el primero de los cuales pertenece a Paisaje de invierno (1993):

En la antigua ciudad,

Recostado en la piedra, piedra él mismo,

Un caballero, llenos los ojos de tristeza,

Medita con un libro

Entre sus manos frágiles.

Lleva abiertas las hojas

Y él reposa callado

Tras tanto guerrear con el infiel

En pasadas batallas donde encontró la muerte:

«Huye el tiempo y la vida

Del árbol otoñal ya se desgaja

Para pudrirse con las hojas secas

En el fangoso suelo de la muerte.

Huye el tiempo y nosotros

Nos vamos hacia el reino de ceniza

De la nada...»

El segundo de los poemas está

incluido en el libro Señales (1997):

Sigue ahí con tu libro,

Martín Vázquez de Arce,

Caballero ya más allá del tiempo.

¿Qué palabras descifran tus ojos melancólicos?

De la consolación de la belleza

Sabes más que nosotros,

Que seguimos aquí

Esperando la muerte

El primer poema se titula expresamente «Doncel de Sigüenza», lo que potencia el valor informativo inherente a todo título: informa sobre el texto que anuncia y a la vez sobre la escultura a la que remite, evidenciando su ausencia, algo que quiere suplir nombrándola. En cambio, el poema de Señales no lleva título, pero el segundo verso lo llena el nombre propio del doncel, Martín Vázquez de Arce, que, como tal, designa e identifica una persona concreta y única «en la situación de habla, es decir, en el universo de preocupaciones y saberes comunes al hablante y al oyente» como ha explicado Alarcos en su Gramática de la Lengua Española .

El primero de los poemas, «Doncel de Sigüenza», dedica nueve versos a la descripción detenida (en realidad combina narración y descripción), precisando detalles (lugar, postura, actitud, objetos, escueta biografía), y el poema avanza sosegadamente, acomodándose a la actitud reposada del Doncel. En todo caso, esos versos evidencian la figura en piedra del caballero, añadiendo detalles psicológicos o interpretaciones no personales, pues pertenecen a la interpretación tradicional de los ademanes del Doncel: el ademán de tristeza y la actitud reflexiva. Lo que sí fantasea el poeta es el objeto de la callada meditación -la fluencia del tiempo hacia la muerte- con dos recursos de poderosa expresividad: la imagen de la pudrición de las hojas otoñales y el final recortado y conclusivo; toda una serie isotópica va encaminando el significado del poema hacia la gran sima de la nada: árbol otoñal, desgajar, pudrirse, hojas secas, suelo fangoso, muerte; todo fluye hacia ese fin: el tiempo, la vida, nosotros; la serie de endecasílabos y heptasílabos de esta parte última va deslizándose como el tiempo hasta caer en un tetrasílabo que rompe las expectativas rítmicas a favor de la contundencia expresiva relevada por el encabalgamiento que separa «ceniza / de la nada»: «ceniza» tiene ya un sentido metafórico basado en su significado real de resto o residuo de lo que fue algo y ahora es nada, eliminando después el poeta el carácter indefinido del sustantivo «nada» por el sentido figurado, «la nada», el verdadero reino del no ser. En el texto en prosa posterior de El animal del tiempo reiteraría el poeta los mismos signos de carencia absoluta: «el tiempo nos lleva a ser ceniza y nada».

En la primera parte de «Doncel de Sigüenza» (vv. 1-9), de carácter narrativo-descriptivo, el sujeto de los verbos «recostar», «meditar», «llevar», «reposar», «guerrear», es el Doncel; en cambio en la segunda parte (vv. 10-16) el sujeto de las diferentes formas verbales es, en cada caso, el tiempo, la vida o nosotros: en una y otra parte se nos ofrecen situación y meditación en presente, con una zanja significativa entre una y otra parte: en la primera, de carácter situacional, el presente da la impresión de inmediatez, pero, sobre todo, es un «presente eterno», el presente perpetuo del caballero inmortalizado en alabastro, siempre con el mismo ademán de reposo y la misma actitud de meditación a que ha llegado una vez superado el acoso del tiempo mortal al que se alude en los versos 8-9. Ese presente que he llamado eterno sugiere sutilmente, además, la permanencia del arte y su capacidad para suscitar interpretaciones distintas y reflexiones sobre el destino del hombre. En contraste, los presentes de la segunda parte -“meditación del caballero- oponen a la permanencia del arte la fugacidad de la naturaleza humana y su destino final. De ahí la atmósfera de melancolía en los ojos del caballero y en el sentimiento de los lectores, partícipes de ese «nosotros» en camino hacia la muerte.

También el poema de Señales subraya ese «presente eterno» del «caballero ya más allá del tiempo» desde el comienzo, pero con la singularidad de crear una apariencia de diálogo. En la comunicación virtual que establece el poema hay un yo enunciativo implícito («yo digo») que se dirige a un destinatario interno que es «Martín Vázquez de Arce». Puede hablarse, por lo tanto, de una comunicación real (autor-“texto-“lector) y de una comunicación virtual (sujeto enunciativo-“texto-destinatario interno). El yo enunciativo realiza dos actos de habla específicos: apelación, ya indicada, e interrogación: «¿Qué palabras descifran tus ojos melancólicos?»; los dos actos de habla tienen un mismo destinatario intratextual y crean un coloquialismo ficticio, imaginario, pues sólo habla el yo implícito, sin esperar respuesta del caballero, al que el diálogo aparente da vida momentáneamente. Se trata, claro está, de un monólogo, pues el yo enunciativo no habla a una persona real, sino a su imagen muda; a pesar de todo se crea un efecto estético de intimidad, de cercanía sentimental. Lo más relevante significativamente brota, como en el poema anterior, «Doncel de Sigüenza», del contraste entre el «caballero ya más allá del tiempo», eternizado en piedra, y el «nosotros» sujetos aún al vaivén temporal. Un espacio blanco deja el verso final recortado, destacado, relevando gráficamente la espera de la muerte. Esa espera no es otra cosa que el flujo temporal hacia la nada con que concluía «Doncel de Sigüenza», dos soluciones estéticas distintas de un mismo asunto y de un mismo tema, que no es otro que el hombre y su destino.

El temblor del tiempo

«El doncel» de Andrés Trapiello pertenece a El mismo libro (1989), que en 1991 reunió con tres poemarios anteriores en Las tradiciones . Algunos aspectos de la poética de Trapiello son afines a la poética de

J. L. Puerto: la expresión clara, el desarrollo reflexivo del poema, particularmente en torno al paso del tiempo, la atención a la naturaleza, de la que proceden imágenes y símbolos, preferencia por el verso medido...; pero, por otro lado, Trapiello ha cultivado un cierto posmodernismo que la crítica ha llamado «neoimpresionismo», por el uso de algunos tópicos peculiares, de símbolos de ascendencia machadiana y motivos como las ruinas, los pueblos de la meseta, los paisajes otoñales, antiguos cafés, jardines pequeños y solitarios y el tedio de las viejas ciudades provincianas, como Sigüenza, con antiguos casinos, hospicios y soportales como poetización de una experiencia autobiográfica o como imagen visionaria de una emoción entre la melancolía y la nostalgia. Dice así «El Doncel»:

Ardoroso el verano, las encinas,

los dorados centenos.

La campana mayor está sonando

a media tarde. Chillan en el cielo

medievales cornejas

y acuden uno a uno los canónigos,

vestidos de paisano. Huele a cera

en las naves del templo y hace frío

entre las viejas piedras.

Melancólico estás sobre la tumba,

doncel, como doncella.

No muerta, no dormida,

sino contigo misma, ausente, amada

en el secreto amor, correspondida.

Leer, soñar, dejar que el tiempo pase

y el pensamiento corra igual que el agua.

Esa es la eternidad. Vivir no estando vivo.

Morir no estando muerto y escuchar

a lo lejos, como temblor del tiempo,

sonajas de los álamos sombríos

y un arroyo entre juncos.

El poema «El doncel» atrae muchas de las preferencias del poeta: la naturaleza estival, una ciudad vetusta, una catedral medieval con sus «viejas piedras», una tumba con la figura esculpida en piedra que incita a meditar sobre el «temblor del tiempo», lo que proporciona una atmósfera de íntima melancolía y de empatía sentimental con la figura del doncel. El poema consta de dos partes de nueve y doce versos respectivamente separadas por un espacio blanco. Es una distribución consecuente con el desarrollo poemático: escenario en tercera persona en la primera parte y apelación al doncel en la segunda. En la primera parte el sujeto enunciador describe y objetiva en tercera persona el escenario de su observación; pero el poeta no trata de describir la realidad con detalle, sino de ofrecer sugerencias, impresiones. Un adjetivo llama la atención: «medievales cornejas»: el calificativo crea la impresión de que el tiempo se ha detenido en esa ciudad levítica y provinciana, una de esas ciudades por las que el poeta siente especial preferencia.

El cambio significativo en la segunda parte del poema es la utilización de la segunda persona. Nos hallamos de nuevo ante la apóstrofe, figura de apelación que supone cambio de destinatario textual. El cambio brusco de tercera a segunda persona supone también en el poema mudar la marcha descriptivo-narrativa del mismo por un diálogo aparente y, sobre todo, por un desarrollo meditativo nuevo, introduciendo el poeta rasgos del Doncel afirmados por la tradición: aspecto melancólico, delicadeza femenina, actitud reflexiva. De todos modos a partir del verso 15 podemos dudar que las palabras del sujeto vayan dirigidas al Doncel; parece más bien que el paso de las formas personales a las no personales del verbo generalizan los receptores virtuales del acto comunicativo y a la vez caracterizan la actitud «eterna» del Doncel: «leer», «soñar», «dejar que el tiempo pase», «vivir no estando vivo», «morir no estando muerto», «escuchar a lo lejos» son acciones figuradas atribuidas por el poeta al Doncel. Conviene agregar, como aspecto común con los poemas de Puerto, la incidencia temática en el fluir del tiempo, sobre todo en los versos finales, en los que los rumores de álamos y arroyo semejan «temblor del tiempo», que pese a la actitud «eterna» del Doncel, no deja de fluir. Y al igual que en uno de los poemas de Puerto, el aparente diálogo con el Doncel no es más que un monólogo del sujeto poético ante su muda representación.

En su lectura de estos folios, uno de los poetas implicados, José Luis Puerto, me hizo ver que tanto en sus poemas sobre el Doncel, como en el de Trapiello (y el de Brines, al que he aludido anteriormente) hay dos motivos implícitos: por un lado, el contraste temporal entre pasado y presente, o lo que es lo mismo, entre acción (pasado) y meditación (presente, eterno o atemporal, el del arte); por otro lado, la contraposición entre armas y letras, muy presente en la España de los tiempos modernos; el caballero, armado, muerto en una acción de guerra, se nos presenta, sin embargo, recostado, sosegado, con un libro en las manos, leyendo y meditando: acción frente a quietud, siendo esta, eternizada en el arte, la dominante; en la tradicional dualidad armas-letras, la figura del Doncel apunta al triunfo de las letras. Son afinidades temáticas que nos encaminan hacia la conclusión: un mismo asunto de partida ha dado lugar a que distintos poetas confluyan en un tema esencial, el fluir temporal, desde una misma actitud poética de signo contemplativo y meditativo y una tonalidad sentimental de carácter melancólico que proporciona a los poemas analizados un sentido elegíaco; la palabra de estos poetas aúna sentimiento y pensamiento, ganándonos no por la ostensión formal, sino por la intensidad y la emoción; su poesía indaga en el interior de uno mismo para, desde ahí, meditar sobre las verdades existenciales del hombre dentro de un patrón rítmico apropiado, la silva de versos blancos, que encauza sin constreñimiento los meandros de la reflexión lírica.

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