Diario de León
Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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Nada ni nadie puede impedir esa recuperación fascinante que suscita su presencia, no por tan familiar menos real. Como el gallo dorado que remata la torre, «vigía enhiesto y silencioso», desde él se contempla una hermosa danza inacabada de siglos.

Observen simplemente el abrazo de las murallas. Justamente la torre ocupa uno de sus cubos, creciendo así su carácter de fortaleza e hincándose con ello en el símbolo histórico de una época que la hizo gloriosa. Fue precisamente en el año 910, con la muerte de Alfonso III, al trasladarse la Corte de Asturias a León, cuando comienza nuestra ciudad su grandeza medieval. Y aquí se contiene lo más granado de la antigua historia de León, que es un poco lo mismo que decir la antigua historia de España: es el Panteón de Reyes, «Capilla Sixtina del Románico», prácticamente debajo de la torre, que recuerda la presencia de veintitrés reyes y reinas, doce infantes y nueve condes, hasta que la investigación definitiva ponga definitivamente las cosas en su sitio. Aunque funerario, es el testimonio más puro para la recomposición de una historia.

Pero la historia no es nunca la sucesión cronológica de unos hechos. La historia se empobrece o enriquece desde la perspectiva de los personajes que la tejen. En este sentido, esta torre es fiel testigo de los avatares a los que nunca se pudieron dar explicaciones. San Isidoro, nombre asumido en el siglo XI, a pesar de haber sido añadido a los anteriores de San Juan y San Pelayo -”parece que construido en el año 966-” fue también refugio de las infantas leonesas. Y con ellas y por ellas, entrelazados con el gregoriano atardecer de las vísperas, se cantaron las gestas y los gestos del amor. ¿No hay una razón, entre política y amorosa, para que Don García, Conde de Castilla, muriese asesinado a las puertas del templo el día 13 de mayo de 1029? El romancero incluso dice que en los brazos de la infanta, abadesa entonces. Incluso, aún sin confirmar el dato, el hecho de que las monjas de un convento, próximo al parecer, damas de altas alcurnias, fuesen pasadas a cuchillo por su vida disoluta, bajo la más pura influencia del amor cortés en España. Sea como fuere, entra en el juego lógico de esa «íntima historia» que fácilmente quedará muda como la piedra, pero que, careciendo de últimas trascendencias, crea el ambiente humano en que se desenvuelven los acontecimientos.

Testigo y símbolo

Si esta torre es testigo de tantos aconteceres históricos, también es símbolo. En la actual Cámara de Doña Sancha, encima del Panteón de Reyes, tuvo Santo Martino su famoso scriptorium , que regentó en las dos últimas décadas del siglo XII. Esto ha de entenderse dentro del ambiente cultural que se respiró en el monasterio, donde se multiplicaron los edificios para albergar las más variadas y ricas manifestaciones de la cultura y el arte medievales. Patrocinada su obra económicamente por la Reina Berenguela, Santo Martino fue el escritor y teólogo de más altos alientos de la España cristiana del siglo XII. La torre se convirtió, digo, en símbolo del acervo cultural y artístico, incluso de dominio temporal. Era, permítanme decirlo, el símbolo de nuestra historia.

Si la clave del acercamiento a la torre es medieval, la presencia del tiempo pasado, asumido, y posterior, presenciado, hace de ella un enclave de cultura o de culturas, plasmadas, en primer lugar, en la materialización de la propia basílica; en segundo, en su entorno: la fuente, de 1787, antes en medio de la plaza, el Arca de las Aguas, nudo de distribución para la ciudad desde Puerta Castillo, la triste cárcel, vieja para la eternidad, el amor surgido en torno a la caricia mágica del verso de Rubén Darío, la música, calada de lirismo y de humanidad que en el corazón de la plaza compuso Ángel Barja-¦ Acontecimientos por doquier. Sólo se entiende la propia historia desde el pasado y la proyección al futuro. El pasado, aquí presente, recuerda el mayor acontecimiento: nuestra existencia. Las lápidas, reproducidas en su base -”las originales están en San Isidoro-” recuerdan, en 1968 -”la revisión está igualmente abierta-”, los casi dos mil años de vida de esta ciudad. Pero, curiosamente, algunas vecinas del lugar no entendieron el mensaje, y, aves nocturnas y a hurtadillas, gustaron del laurel que había plantado el alcalde de Roma. No se sabe muy bien si por contener indulgencias plenarias o por dar más sabor a la pasta italiana, que, por entonces, iniciaba la invasión de nuestras costumbres culinarias.

Cuando alguien cruce el silencio opaco de esta plaza, cuando alguien camine perdido, sin destino, en torno a estas calles de estrecheces y sombras, ha de pensar, inevitablemente, que la presencia de una vida colectiva se concita aquí, en este corazón de piedra que se derrumba a la evidencia desde la torre del gallo. Un trasiego de siglos permanece en la memoria o en el olvido. En tiempos de Santo Martino, Pedro el torrero era el alcaide o teniente de torres: su misión era la vigilancia, el mantener su piedra viva y su espíritu de verticalidad pujante. Nuestra herencia no puede ser, como entonces, meramente física: desde esa torre, en ella, nace el más profundo sentir de un pueblo. Su única responsabilidad será conducir hacia el futuro la llama viva, más viva aún, que se encierra en la silueta inconfundible de estas piedras.

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