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Publicado por
León

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Es de color blanco, con pequeñas florecillas amarillas y rojas salpicando sus patas y cantos. Lleva anexo un espejo cuyo marco está decorado con idénticas flores. Pese a ser una herencia familiar (perteneció a mi bisabuela), se conserva en muy buen estado. Cuando amueblaron el dormitorio papá le dijo a mamá que no «pegaba» con el resto de los muebles, pero a ella no le importó, argumentaba que tenía para ella un gran valor sentimental, y ocupó por ello un lugar privilegiado en la habitación. Recuerdo oírle decir que era de muy buena calidad, de madera de teca -creo-. Lo cierto es que pronto el mueble se adaptó a su estilo, y parecía haber sido diseñado para ocupar aquel espacio.

Tiene algo de infantil, como esos muebles que decoran los interiores de las casas de muñecas. De pequeña me gustaba sentarme frente a él y utilizar las pinturas y peines de mamá: «algún día será mío» -decía una voz en mi interior-, una voz que ahora maldigo, ojalá hubiera tardado muchos años en heredarlo. Cuando veía mi imagen en el espejo me imaginaba a mi abuela y a su madre en otra época, arreglándose para elegantes bailes, mi imaginación volaba y entonces me convertía en una de ellas, enamorando a elegantes y valientes caballeros. Deseaba crecer y poseer todos aquellos objetos que mamá guardaba en su interior.

En algún rincón de mi mente infantil, se fue asentando la imagen de mi madre frente al viejo tocador, en ocasiones peinando su hermosa melena, otras maquillando su fino rostro, antes de salir. Pero también la recuerdo melancólica, removiendo nerviosa un objeto en su bolsillo, frente al mueble. En mi adolescencia llena de curiosidad, la espié en alguna ocasión mientras hurgaba en su interior y extraía del fondo del mismo una cajita, a la que sólo se accedía con la misteriosa llave. Sus manos temblaban al extraer el contenido de la caja, nerviosa miraba a su alrededor y después aparecía triste y con expresión llorosa. Nunca supe lo que contenía la misteriosa caja lacada de caoba, nunca me atreví a ir «más allá», una vocecilla me avisaba que era mejor así, quizá mi innata intuición femenina presagiaba que no me iba a gustar «su secreto» y por tanto, decidí respetarlo. Pronto me olvidé de ello, mi existencia transcurría feliz acunada por unos padres que se deshacían por mi bienestar, rodeada de cuidados y comodidades.

Hasta aquel fatídico día. Mamá conducía su elegante Cadillac por la pendiente que conducía a nuestra casa en la sierra. Dijeron que fue un despiste, o que el sol debió deslumhrarla o..., qué más da. El caso es que uno de los pilares sobre los que se asentaba mi vida se vino abajo, y el otro, mi perfecto y adorable padre, amenazaba con desmoronarse también. Ambos adorábamos a mamá. Era el eje de nuestras vidas. Al embalar sus cosas, de su falda azul un objeto cayó al suelo. Al principio no reaccioné, hacía años que no pensaba en la diminuta llave que abría la misteriosa caja escondida al fondo de uno de los cajones de su tocador. Hace días que reposa en mi bolsillo. Me siento frente al mueble e intento vencer la tentación, si ella hubiera querido compartir su secreto, lo habría hecho, sin embargo, nunca me hizo partícipe de él: ¿Por qué entonces debo violarlo ahora que ella no está? Temblorosa hurgo en su cajón y extraigo la caja. Su tacto remueve mi interior, temblorosa la devuelvo cerrada a su sitio, siento que no es el momento.

Ha pasado un año ya, sus cosas no están, sólo su elegante tocador conserva su recuerdo, en su cuarto. He dejado pasar el tiempo sin usar la llave, aunque no he conseguido deshacerme de ella. Y hoy un año después, con la certeza de que su ausencia ha marcado un antes y un después en la vida de mi padre y la mía, cuando las lágrimas ya no son un desahogo, necesito saber todo, tal vez, en su secreto encuentre algo de consuelo, algún resquicio de su ser que mitigue el peso de su ausencia.

El tacto de la caja me llega esta vez cálido. Sin dudar introduzco la llave. Extraigo el contenido: unas fotos de mamá junto a un apuesto caballero que no conozco y unas amarillentas cartas, que leo de un tirón. Y entonces lo comprendo todo. Maldigo mi indiscreción mientras tiemblo al cerrar de nuevo la caja. Mi padre me llama, acaba de entrar en casa. Debo ir a recibirle, ¿cómo hacer que mi rostro no delate lo que acabo de descubrir?, ¿cómo mirar al hombre que siempre ha sido mi padre, ahora que acabo de descubrir que no es su sangre la que corre por mis venas?

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