Diario de León
Publicado por
JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
León

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Heredad, Cartas de enero

Juana Castro. Prólogo de Olvido García Valdés. Ed. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2010. 290 pp.

La poesía de Juana Castro (Villanueva de Córdoba, 1945) es ya herencia de todos. En 1978 publicó Cóncava mujer y en años sucesivos fueron apareciendo poemarios que organizaban mundo y pensamiento de una poeta necesaria. Los títulos más relevantes son, a mi parecer, Arte de cetrería (1989), Del color de los ríos (2000) y Los cuerpos oscuros (2005). De toda su obra se recogen composiciones en Heredad . Se incluye en la antología, además, un nuevo libro entero, Cartas de enero .

Con la penetración de costumbre, Olvido García Valdés estudia en el prólogo la poesía de Juana Castro, que con Heredad «nombra no sólo lo recibido, lo que viene de atrás, sino un largo trabajo de reflexión y crítica (...) y una opción estética que la escritura elige para insertarse en la tradición heredada, y darle continuidad, modificarla, engrandecerla, y pensar de nuevo en pasarla, en transmitirla»; pero tal engrandecimiento se efectúa desde una conciencia de mujer. La valoración última que realiza García Valdés se resume en estas palabras: «Quizá lo más atractivo e inquietante de esta poesía, lo que la haga perdurable, sea su poder de deslizamiento, de delirio , la altura hiriente de una extraña sintaxis (arte de cetrería), el airado poder de una rabia antigua que fluye en sus voces y que enlaza presente y pasado, con la clara intención de dotar a las mujeres de ser y de historia».

Me voy a referir única y brevemente a Cartas de enero , del nuevo libro de Juana Castro, con dos partes bien distintas. La primera es un retorno, una bajada a los infiernos, un regreso a la niñez elaborado por la memoria con aguda conciencia del decurso temporal. Tal conciencia origina el contraste entre el presente -”el aquí y el ahora adultos y el ayer de una niña rural convocada por el recuerdo-”. Otro contraste brota de la dura realidad frente a los sueños de la niña. Ellos, los adultos, representan el trabajo, las convenciones, los límites; ella, la libertad, la fantasía. Es la conciencia adulta la que permite juzgar lo que la niña apenas comprendía: «Papá, padre, por qué / pegabas a las bestias / si yo no lo sabía y nunca supe». En la segunda parte de Cartas de enero es la conciencia de mujer la que aparece. Voz de mujer que da voz a la mujer sin voz, por ejemplo, a la eterna servidora o esclava de sus amos, los hombres. Estos no ven más que la apariencia en aquello que para la mujer no es mero brillo, sino vida y sustancia. «Toda la piel del mundo» es poema significativo en este sentido, pues tras la piel de un bolso de mujer, juzgado por los hombres como «cosa de mujeres, tontería», discurre toda una vida. Pero el gran poema de todo el libro es «Carta al hermano»: «Aquel hueco terrible / en los brazos de la madre» es el signo más hondo de la desolación y el vacío, del dolor que la madre (las madres) rumian en su soledad.

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