Diario de León

RELATOS PREMIADOS

Los ojos del mar

Publicado por
ANA CRISTINA PASTRANA
León

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Te vi llegar de lejos, arrastrando tu sombra como un mulo de carga que, famélico de abrazos, recicla la miseria que aborta en sus entrañas. Un racimo de soles se desgranaba por el lomo de la playa mientras tu amargura desvalijaba los recuerdos compartidos. Tu cara amanecía envejecida, con el ceño fruncido y la boca plegada, como un libro amarillento y deshojado que, a tientas, reclutaba las letras que se desparramaban por la arena. Tus labios firmaban la orden de desahucio; apretados, como las uvas bajo la prensa, rumiaban la ansiedad que pacía en las arterias. La mirada, planchada contra el suelo, escrutaba los escollos del último naufragio. Mientras, el iris taciturno de tus ojos se ofuscaba en girar la llave de los párpados, impidiendo que la sal invadiera los rincones tenebrosos donde blasfemaba la vergüenza y el hastío. No dabas opción a la luz cenital que, ajena a tus requiebros, escalaba el perfil de tu esqueleto derruido, arañando las sienes plateadas. Un olor de alcantarilla invadía todos tus registros.

Repasé todas las cicatrices y accidentes geográficos que se asomaban por la cartografía de tu piel. Hilvané las quiebras y derrotas, las frustraciones, el purgatorio y los embargos que rezumaban por tus poros. Paseé mi lengua, sedienta y lacerante por tus manos temblorosas, sembradas por la soriasis y las huellas del tabaco. Recorrí tus dedos, nudosos y huesudos, que se retorcían al contacto con los míos y restregué todas las horas por tu cara cetrina, adivinando tus deseos más profundos, remendando los rotos y sus sombras, subyugando tu voluntad, huérfana de principios.

Libre de trabas y prejuicios, incólume, te fui desnudando poco a poco, irrumpiendo en las mentiras que curtían el cristalino de tu alma, esmerilada a punta de navaja, denostada por todas las perrerías que habías bruñido con la perseverancia de un orfebre. Fui deslizándome por los garabatos de tu infancia, por el gesto, el tono, el silencio, las palabras, por tu conciencia de ratón, por todos los quesos que habías vilipendiado, por las vidas que arrancabas de cuajo y por las que hervías despacio hasta sacarles el jugo, por la droga, el alcohol, los robos, la cárcel, la prostitución, por el mono y las noches sin luna, por los paraísos sin percha, por las culpas sin nombre que expiraban en un jardín de jeringuillas..

H ubiera deseado embarcar tus costillas descarnadas en mis fauces y arrastrarte hasta el infinito, allí donde se pierde la conciencia y la memoria, para que pudieras resucitar de tu letargo. Pero tu debilidad y tu miedo no te lo permitieron. Como siempre, te amparabas en la frase manida de que suicidarse es de cobardes, pero bien sabías que tanto para vivir como para morir se necesita voluntad y decisión. Era más cómodo dejar que el destino tejiera la telaraña y culparle de haber tendido una trampa ignominiosa a una mosca inocente que escalaba sus esquinas.

Allí estabas, amarrado a tu concha como un molusco, pegado a tu desdicha como las lapas a la roca, sorbiendo tu invalidez como un niño hace con los mocos cuando el maestro le coge en un renuncio. Allí estabas, con la lengua en los zapatos, exculpándote de nuevo y regodeándote en lo que llamabas tu condena. Ahora que los años te ponían panza arriba y tus bolsillos sólo destilaban calderilla, ahora que llevabas veinte vueltas de tuerca en tu resaca, amanecías de nuevo amarrado a tu egoísmo, sin reconocer que no eras más que una mierda pinchada en un palo.

Tus dedos buscaron ávidos el segundo paquete de tabaco, mientras las pupilas se distraían en las piernas celulíticas de la rubia que extendía su toalla a tu derecha. Observabas, con lascivia, cómo las gotas de sudor se deslizaban sin prisa por su cuerpo, recreándose en sus pliegues. Tuviste el impulso de atraparlas y el deseo se asomó a la punta de tu lengua. Sentiste una erección bajo el pantalón y una sacudida por todos los nervios de tu cuerpo. Hacía mucho tiempo que no te acostabas con nadie. Te habías acostumbrado a las películas porno y a sustituir el sexo por las drogas y el alcohol. Eras un imbécil que no se reconocía en sus torpezas, por esa razón incurrías en ellas una y otra vez.

T e recordé niño, haciendo castillos que yo destruía sin pasión ni remordimiento. Te sentí feliz riendo y saltado, disfrutando en mi vientre con tus compañeros de juegos, nadando, chillando, acuchillándome con la tabla o el patín de agua. Me contemplé meciendo tu cuerpo, cuando flotaba soñando con Ana, aquella niña de ojos verdes que te robaba el habla, aquella a la que escribías cartas de amor con los ojos perdidos en el infinito, mientras te dejabas acariciar por las olas que se derretían bajo tus pies enamorados. Te sentí llorar y fundir tus lágrimas con las mías el día que la viste con otro de la mano. El cielo se te desplomó y todas las estrellas amanecieron ciegas, incapaces de paliar tu pena. Quise explicarte entonces que nada es para siempre, que nadie nos pertenece, que la vida es un continuo devenir, que hay que estar preparado para compartir, disfrutar y dejar ir. Te conté que vivimos para cambiar y cambiamos para vivir, pero no quisiste escucharme. Tu dolor te había llenado de barro los oídos. Aquel día, muerto de rabia e impotencia, de soledad y desamparo, te adentraste, rota la inocencia, entre mis pliegues y quisiste morir entre mis brazos. Pensé que era hermoso morir de amor, pero te devolví a la playa porque tu hora no había llegado. Llevaba a cuestas varios muertos, muchas cruces, demasiadas lágrimas: las dos embarcaciones que se estrellaron contra el acantilado mientras los cuerpos de sus hombres se despedazaban luchando por la vida, aquellas tres mujeres, presas de la desesperación,

que compraron un billete para descansar de tanta humillación y sufrimiento, el bebé que se llevó la resaca mientras sus padres dormían, aquella pareja que retozaba en el desván de los eclipses y el borracho decidido a cruzar el Atlántico en coche. Eran ya demasiados muertos sobre mis hombros para ser cómplice de un amor adolescente y dejar su libro blanco sin páginas. Bien sabía que la vida te iba a dar pie a intentarlo muchas otras veces, aunque ya nunca lo harías por amor, sino por la necesidad de ser amado y por tal razón, siempre encontrarías paliativos para no llevarlo a efecto. La vida nos enseña a encontrar sustitutos, fármacos contra la demencia, la agresividad, el estrés, el insomnio, las frustraciones, las pérdidas, el sufrimiento, la negación de la felicidad, la carencia de libertad y la falta de amor.

D e nuevo comprobé cómo amanecía el sol en tus ojos con la sonrisa de Clara, cómo rodaban vuestros cuerpos por el agua y os prometíais amor eterno. La espuma recorría vuestra piel joven y seguiría lamiendo la arena cuando vosotros y vuestro amor ya no estuvierais allí. Pero no quise estropearte aquel verano en el que descubriste el sexo y, con el guiño cómplice de la luna, alquilaste una habitación con vistas al limbo para desayunar todos días su perfume. Te embriagaste con todas las sensaciones nuevas, con todos los mundos que se abrían a tus manos. Pero no eras capaz de degustarlos como un buen catador de vinos; lo tuyo era devorar compulsivamente, invadido por el ansia del tiburón que pierde el norte en cuanto olfatea una gota de sangre en el océano. Aquello pasó deprisa, te quedó pronto pequeño. Luego, ávido de sensaciones nuevas, te embarcaste en excesos y orgías. Aquella pandilla te enseñó los secretos del alcohol y los porros, de las anfetaminas. Pletórico, te inició en las pastillas. Terminabas tus noches locas en la playa, entre papelinas y cervezas, con un pedo que te impedía acordarte de tu nombre y una sonrisa estúpida en la que se reflejaban todas tus frustraciones y miserias. Dúctil y maleable, cada día derrochabas tu suerte, absorto en ese intento suicida por descorchar el sol. Y como los camaleones, tu lengua de trapo se estiraba, depredadora, en busca de manjares prohibidos. Querías demostrar al mundo que tu piel de toro soportaba, incólume, banderillas y rejoneos, que, más bravo que nadie, podías torear la vida, saltar sobre el tendido, correr monte arriba y librarte del descabello. ¡Valiente idiota!

Pero el cuerpo te pedía más. Necesitabas nuevas experiencias. Cambiaste de lugares y de amigos y comenzaste a flirtear con la coca, los barbitúricos y la ginebra. Una raya, luego dos, tres, cuatro... Cuando no pudiste esnifar, pasaste a fumarla. No importaba, lo tenías controlado. La cocaína no creaba dependencia, podías dejarla cuando quisieras, no era como la heroína. No, no estabas enganchado, te limitabas a la cantidad justa, lo suficiente para estar a tono y rendir más. En tu ascenso, rasurabas todas las debilidades y destruías todos los principios que te rayaban; siempre imparable, demoledor, en alza, como los toros de lidia. Pero yo bien sabía la verdad. Ya no te apeabas de los suburbios, estabas más enganchado que la mierda al muladar, ya ni trabajabas, sólo vivías para templarte con la nieve y sentir su escozor entre las venas.

C uando murió tu madre el peso de la culpa afloró en tus ojos, curtidos por el mono y la ansiedad, desprovistos de otro paisaje que no fuera la droga. Lloraste de nuevo como un niño, como el día que perdiste a Ana, pero por razones diferentes. En el fondo de tu alma reconocías que habías contribuido, con tus torpezas, a darle un último empujón a la que te parió y que su corazón gastado no resistió tanta presión ni tantos disgustos. Prometiste cambiar de vida. Los dos sabíamos que era una promesa vacua, pero nos hicimos los tontos. Te echaste novia para demostrarte a ti mismo que iba en serio. Una desgraciada que, para colmo de males, se enamoró perdidamente de quien menos le convenía. Pero está escrito que la cabra tira al monte y que todas tus promesas, las que habías hecho ante la tumba de tu madre, así como las que le regalaste a la infeliz que te amaba, eran papel mojado, parches de hielo con los que taponar los agujeros donde rezumaban las mentiras.

La tarde que te pusieron contra las cuerdas y te pillaron con medio kilo entre las manos, juraste desintoxicarte en aquella clínica. Lo otra opción era el talego. Por entonces ya habías vendido el audi, regalo de tu padre, la moto de tu novia y todos los objetos de valor que robabas, a escondidas, de la casa que te vio nacer. Ya pasabas de tu chica, que se arrastraba por los bares, parques y portales, como un fantasma, intentando rescatarte del infierno. Acabaste como los macarras que tanto despreciabas, poniéndola a trabajar en una esquina. En el amor todo vale, le decías. Si de verdad me quieres, harás cualquier cosa por mí. Y así le iba, haciendo la calle para sufragar los gastos de un chulo como tú. No te importó destruirla y que acabara medio loca, con la muesca de una navaja en la mejilla, como aviso a tu persona. Tampoco te importó que a tu padre lo llevara tu tía Luisa para su casa porque vivía como un mendigo desarrapado y sucio, víctima del alzheimer. No te habías percatado de su enfermedad ni de su existencia, tú estabas a lo tuyo. Eso sí, bien que te apropiaste de su cartilla y de sus bienes. ¡Cuántos fardos fuiste cargando a tu espalda!

L a segunda vez que abandonaste la cárcel ya llevabas en tu haber tres condenas por robo y un atraco a mano armada. De nuevo escuché tu letanía sobre el infierno de las rejas y todos los entresijos que rigen la vida de los presos. Aprendiste el valor de la supervivencia entre las hienas, a estar en guardia si querías conservar el culo. De nuevo lloraste tu suerte, ignorando la de aquellos que habían perecido a costa de la tuya. ¡Otro monstruo enterrando su nariz entre el ombligo! Preso de la rabia, no pude contener la ira; te hubiera engullido y arrastrado hasta las rocas, para que te despellejaran sin misericordia. El cielo clamó venganza y orquestó un concierto que desperezó la noche. Jurando y maldiciendo te escapaste de mis dedos que no dudaban en ahogarte. Amarrado a la botella de ginebra, reptaste a trompicones por la arena. Tu vida era el sueño de una piedra que rodaba cuesta abajo.

Hoy, autista, te recreas en las olas. Los dos conocemos el final de la película. Asientes mientras retienes el cigarro entre los labios, chupando sus entrañas como las aves carroñeras. Me miras sin pestañear, sujetando la mirada. Sabes que ya no quedan desafíos. Se acabó el baile de quejas y cuchillos. La muerte no espera como esa novia tuya que te esperó seis años, arrastrando su dolor por el barranco, para morir, entre cartones, al lado del camión de la basura. Sobredosis, eso es lo que contaron los periódicos, pero no era toda la verdad.

Ya no ignoras la bala que te acecha en la recámara ni al niñato que empuña la pistola. Él también quiere ser otro y poco le importa lo que quieras ser tú. Esa bala se te anuncia a escondidas, recortada entre las sombras, silbando entre el miedo y la soledad, espiando todos tus movimientos. Un día cualquiera, cuando te recrees en otras piernas y te hayas olvidado por un momento de que existe, irrumpirá en tu espalda como un torbellino de tijeras, te desplomarás y te irás desangrando poco a poco, como un escupitajo, sin que nadie te eche la vista encima, al igual que tú has hecho con todas las vidas que han pasado por tus manos. Ese día, como tantas madres, recogeré tus despojos de la arena, limpiaré tu sangre con mi lengua y, cubierto de lágrimas, te llevaré al paraíso para que bailes con los peces.

(Este texto obtuvo el

Primer premio del

Concurso de Relatos

«Salvador García

Jiménez» 2010)

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