Diario de León
Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

Creado:

Actualizado:

Los olores son uno de los caminos luminosos del regreso. Hablo del regreso por los derroteros de la memoria hasta donde las cosas, los sentimientos, los rostros y los habitantes del aire empiezan a tener nombre. Son los nombres con los que después hemos crecido y descubierto el mundo, una parte al menos. Por eso la infancia es el tiempo de los grandes rincones que un día afloran para explicarnos ciertos matices de la vida que no están registrados en los libros.

No sé si la nieve o el aire tienen olor. La primera es, desde luego, la metáfora de la memoria que me invade. Y con ella llega esta escena, teñida de lilas, y me lleva a una tarde de verano perdido en la lejanía del tiempo. Una asociación sinestésica, si es que el término sirve para recorrer estos espacios que sólo uno puede caminar con la garantía de saber que son suyos, vincula, en este caso sin posibles transferencias, color y olor de las lilas -“una fotografía casual provocó el estallido inevitable- con el primer cigarrillo que, escondido de cualquier posible mirada, fumé en mi vida. El viaje sin fronteras que une estos dos territorios cabalga con las primeras nieves de este año hasta el calor veraniego de la infancia perdida. Muy perdida.

Sitúo perfectamente un escenario que ya no existe, ocupado hoy por un barrio de acento asturiano. Allí, una pared de ladrillo golpeado y herido, con ásperas costuras de cemento. Un arco de lilas, nacido en un interior desconocido, caía, casi a ras de suelo, sobre la calle solitaria y negra de carbón. Quedábamos escondidos en el hueco de una ola, sólo que floral, y lo más que nos podían ver eran los pies. Utilizo el plural porque me acompañaba en la aventura iniciática María Jesús, la hija de uno de los maestros, que significaba también el primer pálpito del corazón lleno de flores, seguramente inaccesible por estructuras encallecidas.

E l bisonte , todo un lujo para los tiempos que corrían, me lo había regalado un tendero con blusón por una pequeña ayuda en la descarga de paquetes desde su furgoneta, desvencijada y renqueante, hasta al interior de la tienda abarrotada de los objetos y necesidades de consumo más dispares. Las cerillas, muy cerosas, las llevaba en el bolsillo del pantalón, aún corto. Intenté encender la primera en vano. Otro tanto ocurrió con la segunda, descabezada en el rascador de la propia caja. La tercera dio el fuego apetecido, raspada sobre la rugosidad del cemento.

Empezó el rito. Encendido el cigarro, la tos, seca y dura, fue instantánea. Las primeras caladas, nerviosas y rápidas, retuvieron, sin embargo, el humo en la boca y los mofletes hinchados como globos en el punto álgido de explosión. Fui soltando humo, que dibujaba en el aire círculos consecutivos que se perseguían hasta estrellarse, tímidos y desvaídos, contra la inocencia de las lilas. Sólo una vez tragué el humo, y más vale que no lo hubiera hecho, que a punto estuve de dar con la cabeza en las rodillas. Pero seguí, cada vez más confiado y resuelto, hasta que los restos de aquel primer pitillo apenas podían sujetarse entre los dedos. Sólo entonces lo dejé caer al suelo y lo pisé, retorciéndolo bajo el esparto de las alpargatas.

L a ceremonia había concluido. Como me había fijado en los gestos de los mayores para cuando llegase mi ocasión, la gesticulación se cumplió a rajatabla. Y al finalizar con el retorcimiento de la pisada, María Jesús me dio un beso y salió corriendo del escondrijo. Nunca supe si por rubor, por los olores a tabaco que yo desprendía -“el olor a rubio me parecía entonces distinguido- o por cierto reconocimiento peliculero de salto a otro ciclo vital de mayor consolidación.

Es una duda que mantengo en pie todavía hoy. De cualquier forma, me alegro muchísimo de su determinación, tajante y sin explicación alguna. Porque unos segundos más tarde un colocón de padreymuyseñormío me dejó flotando entre lilas y ladrillos en aquel espacio ya mítico que parecía apresarme con sus giros rápidos. Esa pretendida admiración, que entraba en los cálculos como posibilidad, se hubiese venido abajo sin ninguna compasión. Por supuesto, nunca dije ni la más mínima respecto a situación de tal calibre.

No me quedó otra opción más que el río como elemento purificador. Y en sus aguas permanecí hasta quedar limpias todas las sospechas y todos los efectos, transitorios aunque no tanto. El río es otro de los espacios que mi memoria ampara con la singular calidez del retorno a los orígenes. Pero de ese espacio indagaré en la memoria otro día.

No me arrepiento de aquel primer bisonte fumado a escondidas. Hoy me ha permitido recuperar un trozo de mi historia, que no servirá para nada, estoy seguro, pero es impagable la sonrisa suscitada que, al recordar, ha puesto calor sobre las primeras nieves de este invierno. La única variación, eso sí, sería el escenario. A estas alturas la voluntad de la memoria hubiese situado la escena en el territorio mítico -¿por qué en la infancia prácticamente son míticos todos los territorios?- del hayedo que me proporcionó tantas ilusiones, o junto al mostajal cuyos frutos quedan asociados a la aparición de los primeros fríos. Tendría que pensarlo.

tracking