Manuela Rejas
La historia de la cotidianeidad está llena de pequeñas vidas que pasan por ella dejando una profunda huella en quienes entran en contacto con las mismas. Son pequeñas «grandes» historias protagonizadas por personas anónimas que han
Lo mismo que aquel libro que nos deja un poso permanente, que un hermoso cuadro que -”atisbado en la sala de algún museo-” se fija en nuestra mirada, que unas bellas notas musicales que se aferraron a nuestras emociones, que el paisaje que permanecerá para siempre en nuestra vida-¦ Curiosamente casi nunca esas personas buscaron dejar esa huella ni crearon su obra exactamente para los demás. Han sido, son personas que han vivido su vida apoyándose en el arte, refugiándose en el mismo como una forma de sobrevivir, de sacar de su más profundo interior aquello que llevan dentro, liberándose así de lo negativo y apoyándose en lo positivo.
Uno de esos seres fue Manuela Rejas, vecina de Veguellina de Órbigo en los últimos años de su vida, que partió definitivamente hace unos meses confiando sus cenizas a su amado río, entre el anonimato diario y general en el que vivía y la profunda admiración de la mayor parte de las personas que llegamos a conocerla apenas un poquito. Fue una de esas personas en las que ni su edad ni su estado de salud se correspondían con su espíritu ni con su fuerza vital. No fue ni mucho menos una mujer famosa, aunque su tesón y su fuerza interior la llevaron en los últimos años a ser reconocida en distintos medios como pionera en un campo poco proclive al protagonismo femenino. Y es que ella consiguió el primer carnet profesional que como ilusionista se le otorgó en España a una mujer, con apenas 17 años, aún menor de edad (entonces la mayoría de edad femenina estaba fijada en los 23 años), una profesión en la que ellas se limitaban a ser simplemente partenaires de los magos, siempre hombres. A partir de entonces Manuela se dedicó al mundo del espectáculo y el circo, principalmente como ilusionista, pero también como trapecista, rapsoda y otras modalidades circenses, paseando su arte tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Esta trayectoria quedaría recogida hace un par de años en el cortometraje Violeta y el baúl americano , documental sobre su vida que se ha estrenado en numerosos festivales y otros eventos cinematográficos por todo el mundo, con gran éxito de crítica y público.
Pero el motivo de acercarnos hoy a su figura no son sus logros profesionales que la convirtieron sin duda en esa «ciudadana del mundo» como a ella le gustaba definirse, sino otra faceta, la literaria, que también estuvo presente en su vida y que, según palabras suyas, la ayudaron a liberarse -”sin olvidarlos-” de los fantasmas del pasado y a compartir con cuantos quisieron hacerlo su sencilla pero profunda filosofía de la vida.
Era Manuela Rejas un personaje de corte literario. Una de esas personas que, como los personajes de algunas novelas, levantaba pasiones a su paso. O quedabas prendado de su fuerte personalidad o la aborrecías para siempre, incapaz de permanecer indiferente ante su presencia. Era como la propia conciencia. Tenía la capacidad de hurgar en la llaga, de levantar ampollas, yendo siempre con la verdad por delante. Alguien que leía en los otros mucho más allá de la simple apariencia, como la persona ciega que -”sin apenas conocerte-” te pregunta qué te entristece mientras los demás sólo son capaces de percibir la sonrisa con la que te exhibes ante el mundo. Su personalidad fascinaba. Una personalidad forjada por los reveses de la vida desde el mismo momento que vio la luz un día de 1924 en el madrileño pueblecito de Moralzarzal, con el disgusto de su padre que esperaba un chico, disgusto que no dejaría de transmitirle día a día mientras permaneció en su casa.
En un año en el que aún resuenan por perdidos nombres tan literarios como José Saramago, Miguel Hernández o Miguel Delibes entre otros, yo he querido dedicarle estas líneas a una escritora sencilla, hija de una dura época que encontró en la literatura su refugio y su apoyo. Su nombre no brillará nunca con grandes letras de oro en la Historia de la Literatura, pues su obra es apenas conocida por un pequeño círculo de personas próximas a ella. Es, además, la obra de una mujer modesta que tuvo el suficiente arte para recoger en la misma la fuerza y la valentía de quien luchó por hacer y expresar aquello que verdaderamente quería. Sus poemas, pero sobre todo sus relatos tienen la fuerza expresiva de la experiencia, del dolor sufrido en carne propia, del sufrimiento observado a su alrededor. Un grito muchas veces desesperado ante la venda en los ojos de una sociedad que ha elegido, como alguna de las interpretaciones de los tres monos sabios de la cultura china, no ver, no oír y no hablar. Pero ella sí. Ella ha sido una mujer valiente que vio, oyó y no calló. Aunque a veces lamentara haber esperado demasiado para hablar más claramente. Porque Manuela fue una niña de la guerra, represaliada en muchos momentos de su vida, a la que las circunstancias, guiada sobre todo por su empeño y su clara vocación artística que nos relata en alguna de sus historias, la llevaron a convertirse en esa «ciudadana del mundo» en la que se reconocía y que rompía con los esquemas marcados en España para las mujeres de su época. Era una de esas personas llenas de fuerza que no dejaba pasar la vida sin aprovechar todo lo que la misma pudiera ofrecerle. Aprendiz de su propia existencia, consiguió hacerse con las riendas de la suya en un momento en el que la mayoría de las mujeres sólo llegaban a ser lo que los hombres les permitían, marcando desde un primer momento las pautas y el camino por el que debían transcurrir.
Su faceta literaria
Manuela Rejas llegó a la literatura, como tantas otras personas de su época, de una forma totalmente autodidacta. Ya cuando comenzó su circense andadura profesional, entre número y número de sus compañeros de espectáculo, ofrecía al público versos de poetas entre los que deslizaba de vez en cuando composiciones propias, siempre de memoria, improvisadas a veces tras ser testigo de alguna circunstancia que había reclamado su atención. Tal vez por eso se consideraba una pésima poeta que se dejaba llevar por la emoción de los momentos, y se definía a sí misma más bien como una rapsoda que compartía versos con su público. Pero la escritura, junto a la lectura que practicaba en todo momento, en ocasiones incluso de manera febril, fueron para ella su refugio junto a los viajes, incluso -”según sus propias palabras-” una tabla de salvación que le permitió superar los momentos más duros de su vida iluminándola con un rayo de esperanza. Es cierto que su estilo no es muy depurado, como corresponde a una mujer sin más formación ni más estudios que los que le proporcionó la propia vida y su empecinado empeño en superarse, pero sus escritos están llenos de una fuerza vital que hace que sea muy difícil quedar impasible ante su lectura.
Manuela escribía desde siempre, encontrando en esta actividad un verdadero refugio frente a las adversidades del día a día. Primero el rechazo de su padre, después la dura experiencia de la guerra, la posguerra y la necesidad, pues fue una niña de la guerra a la que la vida colocó en el lado de los perdedores, con todo lo que eso suponía. Por último las enfermedades a las que el destino la sometió. Ella contaba que, ya de niña, si estaba triste escribía historias fantásticas. Si su ánimo estaba en alza escribía poesías. Y ya de mayor, con varias intervenciones de columna a sus espaldas, operada a vida o muerte de un cáncer linfático con el que luchó día a día hasta el momento de su muerte, tuvo la satisfacción de ver editada parte de su obra, tres colecciones de relatos en muchos de los cuales se recoge la impronta de sus vivencias, pues, según confesaba, casi todos tienen algo de autobiográfico. El primer libro que vio la luz de sus manos fue Historias infantiles , en el 2001. Dos años después vendría Cuentos reunidos , publicado por la Ed. Jamais, en el que se puede leer un cuento dedicado a la boda de la Infanta Elena en la catedral de Sevilla («La boda vista por unos ratoncillos») y que la Casa Real le agradeció con un escrito que ella guardaba celosamente entre sus recuerdos más queridos. Por último, en el 2006, vio la luz el más reciente de sus libros y el más comprometido, de la mano de la Ed. Lobo Sapiens. En Quince historias en carne viva Manuela Rejas comparte con los lectores algunas de sus experiencias más duras que llevarán a unos a recordar o a descubrir con inquietud fragmentos del pasado, y a otros -”los más jóvenes-” a conocer la crueldad de la guerra y sus consecuencias para que no caigamos en la tentación de dejarnos llevar de nuevo por el sinsentido de la misma. En líneas generales, sus historias son una mezcla de realidad y fantasía en las que Manuela va dejando traslucir el devenir de su existencia, sus penalidades, sus anhelos, sus alegrías-¦ Pero sobre todo la enorme fuerza vital, el profundo deseo de vivir que la acompañó durante toda su existencia.
La vida, el mejor premio
Cuando juntas hablábamos de lo que ella consideraba su humilde recorrido literario, confesaba como un pecado de vanidad que de vez en cuando se había dejado llevar por la tentación de los concursos. Los primeros llegaron de la mano de Luis del Olmo hace más de 40 años, en aquellos primeros tiempos de su «Protagonistas», donde Manuela ganó hasta por tres veces con relatos basados en hechos reales que ella misma había presenciado. El último de todos, el 1º premio ganado en 2008, en el concurso convocado por la Asociación Alcles, y que obtuvo con el relato «Con otros ojos», basado en su propia vida al lado de su marido-¦ Numerosos galardones, pequeños pero importantes para una persona que se fue formando a sí misma y que no tuvo más posibilidades para su educación que las lecturas y los empeños a los que se dedicaba en los pocos tiempos libres que su dura trayectoria profesional y sus afanes familiares podían dejarla. Sin embargo, ella reconoció siempre que su mejor premio era la vida, una vida que vivía día a día, «a tope», sin esperar lo que pudiera ocurrir mañana, consciente de que su complicada enfermedad se la podía arrebatar en cualquier momento, como al final ocurrió. Pero siempre llevaba con ella una sonrisa dirigida a los demás, «ilusionista» en activo que buscaba llenar de magia e ilusión al menos un instante de la vida de quienes la rodeaban, sosteniendo entre sus manos -”desde que los primeros rosales florecían-” una rosa que ella decía «robaba en el jardín de cualquier vecino», con lo que contribuía a alimentar el halo misterioso que la rodeaba.
Manuela también reconocía como un maravilloso premio -”el mejor de todos-” que hubiera quien leyera sus escritos y se sintiera conmovido por ellos, que riera, que llorara o que, simplemente, sintiera despertar algún recuerdo. También escribía para eso. Para recordar. Porque consideraba que hay que mantener viva la memoria más allá de todo lo bueno o malo que te haya pasado en la vida. Así, además de los tres libros ya mencionados que tuvo la dicha de ver publicados, Manuela Rejas dejó una amplia colección de poemas que vienen a confirmar todo lo dicho hasta ahora sobre su obra. Algunos de sus versos han visto la luz en las separatas publicadas en Veguellina con motivo de la «Poesía a Orillas del Órbigo», en cuya edición del 2009 participó junto a otras poetas ligadas a la zona; o en diversos números de la revista La Panera , realizada desde los Centros de Personas Mayores de León. Muchos otros siguen inéditos, al igual que su obra en prosa Historia de una ciudadana del mundo . En todos esos escritos ha quedado profundamente marcada la huella indeleble de esta gran mujer que fue ante todo una mujer valiente que no olvidó su pasado y que se enfrentó a su futuro día a día, a veces con una sonrisa en la boca, otras con algún que otro juramento, pero siempre con la osadía de saberse una persona, una mujer que se había hecho a sí misma y a quien nunca la asustaron los retos. Un canto a la vida y un ejemplo de fuerza creadora marcada por la edad y la experiencia. Ella siempre tenía en sus labios, para quien quería oírla, una frase de agradecimiento para la escritura que tanto le aportó: «La escritura es muy beneficiosa, hace aflorar nuestros recuerdos, vivir nuevamente aquellas pequeñas cosas que nos hicieron felices o las que nos hicieron llorar.»
Y como conclusión, nada mejor para definir a esta escritora y mostrarnos su valentía que el epitafio escrito por ella misma varios años antes de su partida con el que quizá pretendió mantener a raya a la muerte con la que jugaba al escondite desde hacía mucho tiempo y que por fin, un mes de marzo de 2010, la acompañó en su último y definitivo viaje a través de las amadas aguas del Río Órbigo que tantas veces le sirvieron de refugio e inspiración: «Cuando leáis estas letras / sabed que las escribo / con el alma en la boca. / El mejor homenaje que deseo / es pediros de todo corazón / que no lloréis mi muerte, / que no dure la pena. / Pensad que yo parto contenta / pues viví una vida plena. / Sé que en cada rincón yo / estaré presente en vuestras vidas. / Una rosa, un cuadro, una fotografía / os hablarán de mí constantemente. / Quiero pensar que mis palabras / sirven de homenaje y de cariño. / No lloréis por mí, ¡os lo suplico! / Me voy feliz, sin pena. / Ojalá, siguiendo mi consejo, / seáis felices mirando mis recuerdos. / Además-¦ yo no me iré del todo. / Seguiré volando por el aire, / por el sol, por las nubes. / Al florecer las rosas, las robaréis / y las llevará el río-¦ Pensaréis / en lo feliz que con vosotros he sido».