La venganza
I
Las llamas, manojos grandes de serpientes asesinas, abrevian pastizales, arbustos, matojos en tres frentes distintos. En el campo de la purificación. Una lengua sube desde la hocina hacia las viviendas y las otras dos, iniciadas en los laterales, avanzan en paralelo queriendo morder la cresta de la montaña, al tiempo que se acercan entre sí a manera de tenaza.
Ajean perdices entre cambrones chirriantes, mueren serpollos, verdascas, pandeando bajo mordiscos rojos, levantan los acarones el vuelo por encima del humo satánico.
-”Ha sido provocado, señorito.
Hasta la hora, media noche de un estío caluroso, estuvo medida con sadismo. La gente andaría durmiendo a pierna suelta, torpe contra un ataque súbito, iniciándose la defensa demasiado tarde.
Todos caerían por sorpresa, pequeños y grandes, personas y bichos, víctimas de un acecho, como a saqueo; todos saltarían de lo negro a lo rojo, de lo rojo a lo negro. ¿Qué aspecto tendría el Niñato, nuevo dueño de la finca, perneando sin rumbo fijo, hacia arriba, hacia abajo, las ropas encendidas, la carne como torrezno que se aproxima a la brasa? Nada de sentimentalismos, nada de misericordia. Él mismo había encendido la mecha, no ahora, el día que sus ojos no quisieron bajar hasta el temblor de otras miradas, y el fuego lo envolvería como abrazo odiado.
-”Un pirómano, señorito. Dice la tele que se llaman pirómanos.
II
El viejo borrico, renqueante, soportaba bajo sus lomos varios jergones, enseres rústicos y dos niñas pequeñas, secujas, agarradas como gatos al ataharre. Un crío de unos doce años, también escurrido, caminaba en cabeza del grupo con aire melancólico, llevando de una mano el ronzal de la jáquima.
Y detrás venía el Amargao, muy alto, esquelético, la frente sombreada por una gorrilla de visera, silencioso junto a la madre de sus hijos -”mole temperamental que echaba azagayas por la boca-” y otro individuo ajeno a la familia, Fermín Albacora, hombre de mediana estatura, lerdo, zamarro, con barba de muchos días y calzones de pana sujetos con un vencejo de esparto.
-”Ánimo, compadre -”consolaba al Amargao-”. Algo tiene que caer por ahí.
Qué iba a caer, aparte de ellos, si la agricultura andaba por los suelos con tanta máquina y tanta puñeta.
Y lo más doloroso era aquel despido arbitrario, a dedo. Algo del azar se les dijo, de un sorteo, pero nadie se había tragado la bola. Desde que el Niñato se hizo cargo de la hacienda y dejó caer que alambraría todas las mugas, que la convertiría en el mejor coto de caza de la comarca, que dos de los cuatro pastores andaban sobrando, todos supieron que la suerte ya estaba echada para Fermín Albacora -”un zamacuco, un conformista-” y también para el Amargao, hombre duro en el trabajo, pero hosco, un tipo hermético que ponía nerviosa a la otra gente.
La mujer del grupo, agresiva pandorga, crispaba los nervios de los hombres con lengua de chicharra:
-”Estas cosas pasan porque no tenéis...
-”Eso, mujer -”se dejó caer el Amargao-”, ya lo veremos.
III
Sobrevuelan abejarucos las rampas opuestas del río, se ahogan las voces de los hombres entre el chisporroteo de la hojarasca, barzonean insectos y lagartijas bajo los lampazos.
El guarda, por lo delicado de la situación, porque se ve venir la hora del holocausto, ruega, implora, exige que acudan todos a la parte baja, abriendo un pasillo por donde puedan escapar los de dentro, aunque quede abandonado a la devastación el resto de la hacienda.
Lloran las mujeres, histéricamente algunas, maldicen los huéspedes al bárbaro que quiere matarlos incomprensiblemente, se asustan los niños, consigue un ciervo bravío saltar sobre el palenque, avanza el fuego como hoja de guadaña contra lo verde, de espaldas a lo negro, y el Niñato cazcalea sin rumbo fijo, avezante, aturdido, como muñeco de cuerda. Quiso hacer de la finca un coto de caza, el mejor de la comarca, y ahora lo persiguen cazadores con escopetas rojas.
-”¿A quién le hice daño..., a quién?
Eso grita, que a quién le hizo daño, que qué delito ha cometido para que todo se hunda a su alrededor.
Sentado en una colina, en lo alto de un cueto, allá, al otro lado del río, un hombre mira el báratro creciente con ojos desor-
bitados, mezcla de orgía, sarcasmo, locura. Es el único que puede presumir de haber contemplado el espectáculo completo: el fuego avanzando desde las gándaras, hacia las viviendas, las crenchas laterales acercándose entre sí para gatear unidas hasta la cumbre, un enjambre de monigotes alrededor de un Dios perverso...