La memoria como reconstrucción del rito de la muerte en un pueblo minero de la montaña leonesa
Francisco Flecha Andrés escribió en Si esto fuera Macondo que «las cosas no nos hablan de sí mismas. Nos hablan de nosotros, de aquello que hemos sido, o que queremos recordar de lo que fuimos». Pero una de las labores de la memori
Tengo un cierto acercamiento a este sentimiento no pocas veces cuando redacto capítulos de la serie Los límites de la memoria , que, en el fondo, pretende ser una clave de lectura para dar sentido, a través de los personales, a los recuerdos colectivos y así permitir, en cuanto es posible, la construcción de la singularidad identitaria de un grupo. Y es que los recuerdos, que son «los ojos de la memoria» (A. M. Morala), son esenciales para asegurar no sé si el proceso de transmisión, sí, desde luego, la referencia del testimonio escrito. Y es que las generaciones que atesoran la posibilidad del testimonio oral están en trance de desaparición definitiva. No es bueno perder la referencia de saber que la memoria de los pueblos es buena garantía y parte de su fortaleza.
No podemos olvidar que, para situarnos en el tiempo, el cambio de las antiguas formas de vida a la actual, en una rápida transformación que provocó muchos olvidos colectivos y muchas mutilaciones, se produjo a mediados de la década de los 70 del pasado siglo.
Las costumbres y tradiciones españolas en torno al ciclo vital -”especialmente las referencias al nacimiento y la muerte-” están recogidas abundantemente. Refiero, por su carácter monográfico sobre esta provincia, el librito, de carácter divulgativo, que escribió Concha Casado Lobato sobre El nacer y el morir en Tierras leonesas . Con ligeras variantes -”a veces curiosidades locales-”, los ritos del ciclo se repetían normativamente, incluso perfilados con precisión en los capítulos de las Ordenanzas Municipales y en los estatutos de las Cofradías. Estos ritos no sólo han cambiado hoy sustancialmente, sino que se han globalizado y, por tanto, uniformado.
El profesor de Antropología Social y Cultural Adolfo García Martínez afirma que «los ritos funerarios de hoy consisten en quitarse el muerto de encima». Y creo, por duro que parezca, que no le falta razón.
Un a refer encia cronológica
Pero volvamos al centro de nuestro interés. Nos situamos, por tener una referencia cronológica, en mayo de 1952 en Santa Lucía de Gordón. Yo era apenas un niño. Un accidente de grisú mató a nueve mineros. Desde aquel momento quise registrar esa reconstrucción del rito, más amplio y habitual, para dejar constancia. Hoy, ante la posible cercana desaparición de la actividad minera -”Dios y los mandamases no lo quieran-”, la urgencia es mayor. Un pueblo no puede diluirse en la pérdida paulatina de una identidad que lo definió durante buena parte de su historia.
Un libro mío y varios textos sueltos han atrapado buena parte de ella, pero falta mucho por hacer. De ahí la importancia de la memoria contrastada, de la memoria como reconstrucción identitaria. Somos testigos de la historia y con ella tenemos algunas obligaciones.
No puedo dejar de subrayar, para seguir contextuando los hechos, que los tiempos y las circunstancias nos sitúan en una cultura cerrada. Y aislada. Esto conduce a pensar que la pequeña comunidad tenía, en principio, marcas y características muy definidas, en caso de muerte en la mina (una o dos mensuales no pocas veces en la década de referencia), fuera, por tanto, de los ritos genéricos, previos y posteriores, a la muerte natural: enfermedad, viático, velatorio, conducción del cadáver al cementerio, enterramiento, luto-¦
La muerte por la enfermedad laboral de la silicosis tenía entonces también una tasa muy elevada. De este tema, de estos temas mejor, escribió un interesante libro el que fuera entonces médico en la localidad: Luis Fernández Arias-Argüello construye la ficción sobre recuerdos y experiencias en sus Episodios mineros , del que les recomiendo, para el caso de la enfermedad, el titulado Un hombre bueno .
El ritmo horario básico del pueblo estaba marcado por el sonido de una sirena que, instalada por la empresa minera que explotaba el carbón, indicaba las horas de entrada y salida del trabajo de buena parte de los obreros de exterior. Era una referencia fija, exacta y reguladora, por tanto, de toda la comunidad, prácticamente toda ella dependiente de la mina. Es de suma importancia subrayar esta presencia. Porque a veces -”muchas, desgraciadamente-” sonaba, con tono distinto, en horarios diferentes de los establecidos. Entonces esta sirena -”«la sirena de la muerte»-” anunciaba algo muy grave, un accidente mortal. La confirmación llegaría con el característico tañido lúgubre e inequívoco de las campanas de la iglesia. Esta circunstancia trastocaba, inevitablemente, la normalidad de vida: la gente salía a la calle, corría, preguntaba, se descorazonaba ante la posibilidad de la cercanía familiar del muerto, caminaba con urgencia hasta el hospitalillo que, en dura pendiente, la empresa había construido sobre la ladera de la montaña. Antes de llegar a él, en la mayoría de los casos -”hubo algunos de mucha impaciencia, nervios e incertidumbres-”, la familia ya se había enterado, con lo que se sucedían escenas dramáticas, dada la habitual juventud de los fallecidos que, en caso de los casados, dejaban viuda muy joven, embarazada en no pocos casos o con niños muy pequeños. Una consecuencia para el análisis no es otra que el alto número de huérfanos que había en aquella localidad y otras limítrofes. Otra referencia, en este orden de cosas, fue el problema económico de futuro, aunque en aquel momento la pensión de viudedad llegase incluso al 75% del salario.
Parte del paisaje colectivo
Los accidentes mortales formaban parte de nuestro paisaje colectivo. Estos, y la propia dureza del trabajo en sí, que acogió oleadas de inmigrantes de otras zonas españolas, también produjo en otros momentos salidas hacia provincias más industrializadas, del norte del país especialmente. Y especialmente, a partir de mediados de la década de los años sesenta y progresivamente, la búsqueda de otras alternativas laborales asentadas en un altísimo número de estudiantes universitarios.
Al muerto, digo, lo llevaban al hospitalillo. En algunos casos, al depósito de cadáveres, un espacio desangelado adosado al cementerio en que se le practicaba la autopsia. Si su muerte violenta -”con agonías inimaginables en no pocas ocasiones-” les privaba del consuelo, espiritual y social, del Viático, con frecuencia, dado el estado en que había quedado por explosiones, quemaduras, aplastamientos-¦, también del rito de la mortaja digna, vestido el cadáver para hacer el viaje con las mejores galas, seguro que el único traje del armario, el de la boda (había vecinos que eran verdaderos especialistas en este menester). Cuando el velatorio, sin embargo, era en casa, al margen de las escenas sucedidas por la desaparición inesperada, si es que sirve aquí el adjetivo, seguía preciso ritual, aunque posiblemente con mayor presencia humana: la habitación desmontada y vacía, con dos velones, uno a cada lado de la cabecera del féretro, rodeado de familiares, amigos, compañeros-¦ a los que se ofrecía café y, entrada la noche, posiblemente pastas y coñac. Hasta la hora del entierro la casa se convertía en un verdadero desfile para dar el pésame, ofrecerse a la familia y predicar resignación a los allegados, con todo tipo de comentarios técnicos sobre el fatal accidente.
Después de la misa corpore insepulto , y bajo el tañer de las campanas, que finalizaba al perderse la comitiva tras el último repecho del largo y empinado camino hasta el cementerio, tenía lugar, en uno de los laterales de la fachada del tempo, el pésame público. Sólo lo recibían hombres, que estrechaban la mano, o se abrazan, a una habitualmente larguísima hilera de gentes de aquí y de allá que querían mostrar así sus condolencias a los familiares, por cierto portadores de un luto bien visible: una cinta negra cosida en la solapa izquierda y un brazalete, ancho e igualmente negro, en la manga, unos centímetros más arriba del codo. Hablando de luto, la viuda -”que no solía asistir ni a misa ni al sepelio, acompañada en casa por mujeres cercanas o de parentesco-” se vestía de negro íntegramente, en un primer momento quizás gracias al teñido urgente de algunas prendas. Un luto riguroso (externo e interno), especialmente si la viuda era joven, que, a causa de esta circunstancia trágica, lo llevaría durante siete o más años. Observador de mi entorno, constato que no pocas mujeres, por razones fáciles de deducir, guardaban luto durante toda su vida, acrecentando el envejecimiento, al menos aparente, por el negro, con pañuelo que cubría cabeza y laterales de la cara, anudado bajo la barbilla. Eso sí, misas y rosarios ofrecidos a favor espiritual del difunto, su presencia en la iglesia se acentuaba si cabe aún más.
La tristeza de una comitiva
Como era habitual en todas las circunstancias, la conducción del cadáver hasta el cementerio se hacía a pie. Portado el féretro en unas andas apoyadas sobre los hombros de cuatro amigos, parientes o vecinos, que se turnaban por tramos, la comitiva iba precedida por monaguillos que portaban cruz en el centro y faroles con vela escoltándola. Detrás, el sacerdote, que recorría el trayecto recitando oraciones en latín. De vez en cuando, y ya en puntos establecidos por la costumbre, se detenía para el descanso de quienes portaban las andas, para personalizar las oraciones y para pasar el bonete entre los asistente solicitando un donativo para elevar plegarias por su alma y por todas las almas del purgatorio. Estas paradas eran de agradecer, por lo empinado del itinerario y, si era invierno, por las dificultades añadidas del barro de las calles y el calzado de las madreñas, todavía muy utilizadas.
La nieve era una seria dificultad añadida. Había que espalar el camino y la zona del cementerio en que iría ubicada la tumba, que previamente se excavaría en la tierra a pico y pala. En los casos de muertes a que nos referimos, sin embargo, estas actividades materiales presentaban menos dificultades, dada la implicación en ellas de la empresa. Y se notaba igualmente en el mayor número de coronas que se integraban en el cortejo: a la habitualmente solitaria de familiares y allegados se unían en estas ocasiones la de compañeros de macizo, o de grupo, acaso de categoría-¦ Parece que la habitual solidaridad en la despedida definitiva se intensificaba en estos casos. No digamos en algunos más excepcionales, como el referido de 1952 en el Socavón. El mayor número de muertos, la sucesión de entierros por no ser posible el rescate de cuerpos a la vez -”con la dolorosa y consiguiente angustia de la espera-”, y la proyección social del acontecimiento desbordó cualquier previsión posible.
Estamos en el cementerio, alrededor de la tumba excavada. Finalizada la liturgia correspondiente, se indica que el ataúd -”la «caja»-” puede ser ya depositada en tierra, labor en que colaboran los allegados y vecinos mediante una sencilla utilización de cuerdas y sogas para tal fin. Es entonces cuando los familiares besan terrones de tierra que dejan caer sobre la madera. Y se empieza a cubrir con pala. Los presentes, bajo la dirección del sacerdote, rezan padrenuestros , ahora en castellano, con la mezcla de algunos latines sacerdotales. Sólo cuando la tumba queda cubierta y adecentada, la cruz clavada sobre la tierra y las flores depositadas sobre el espacio del descanso eterno, se da por finalizada la ceremonia.
No era raro que la despedida se hiciese con un nuevo pésame a la salida del cementerio. Los asistentes, entre conversaciones y lamentos, retornaban a sus hogares o al bar. Es verdad que la vida seguía, pero ya se había cobrado muchos muertos. La única duda era quién sería el siguiente.