Lloraba por nada
Aguirre, el magnífico
Manuel Vicent. Ed. Alfaguara, Madrid, 2011. 256 pp.
Una vez más, Manuel Vicent convierte un tema real, la biografía de Jesús Aguirre en este caso, en pretexto para un brillante juego literario. En las páginas de Aguirre, el magnífico ambos, personaje y autor, están presentes como testigos de una rutilante estética y de una actitud humana, testimonio de medio siglo de la vida española. Dada la finura estilística de Manuel Vicent, Jesús Aguirre (vilipendiado muchas veces con crueldad por intelectuales de tres al cuarto) queda convertido en paradigma preciso de una curiosa condición y cultura. No es extraño que Jesús Aguirre escogiera a Manuel Vicent como su biógrafo, momento descrito con gran donosura y humor en el primer capítulo, aderezado con una curiosa entradilla: «De cómo fui nombrado biógrafo del duque ante el rey de España con un chorizo de Cantimpalos en la mano».
Jesús Aguirre (epicentro multiforme en lo intelectual y en lo humano de múltiples figuras actuales) genera este atractivo seísmo literario en que se convierte Aguirre, el magnífico . Sus oscuros orígenes, su vastísima cultura, su relación con la modernidad y con la iglesia conservadora y su matrimonio con la duquesa de Alba hacen de él un personaje de novela.
«Lamenté -”escribe Manuel Vicent-” no tener el talento de Valle Inclán, ya que Jesús Aguirre, como personaje, podía desafiar con ventaja a cualquier ejemplar de la corte de los milagros». El resultado es de nuevo un «retablo ibérico», por el que desfila una curiosa fauna que retoza optimista en torno a culturales libaciones.
El gozne sobre en el que gira el eje vital es Jesús Aguirre (protegido por su cultura, su ingenio dialéctico y un halo de preconcebido malditismo cosmopolita y mundano) es su desmedida ambición: «Desde niño supo tirar los dados de forma que siempre cayeran en la séptima cara, en la que sólo se reflejaba la suya» (p. 62). Paradójicamente, Aguirre era hombre de sensibilidad casi enfermiza: «Lloraba por todo», recuerda Vicent, evocando su muerte: «En una habitación del palacio rodeado de óleos de Tiziano y de bombonas de oxígeno, con un libro de Goethe entre frascos de medicinas en la mesilla de noche, bajo el intenso perfume de láudano, su último incienso...». En torno a él (en recintos exquisitos del Madrid de los últimos años del franquismo, hasta que ocupa el palacio de Liria) brujulean personajes de toda condición intelectual, si bien el novelista Juan García Hortelano, sin atributos especiales de dandy, es el receptor de la confianza sincera del duque y el personaje más literario de la obra.
Al final, estas páginas son la síntesis perfecta que emana de la peculiar condición del duque y de la originalidad estilística con la que Manuel Vicent, digno émulo de Valle Inclán, la ha recreado.