Diario de León

De un solo anochecer se ha de reconstruir la infancia

Publicado por
N. MIÑAMBRES
León

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Casicuentos para acariciar

a un niño que bosteza

Luis Miguel Rabanal. Epílogo de Alberto. R. Torices. Ed. Leteo, León, 2010. 110 pp.

Aunque tratado con injusticia en el mundo de la poesía, por la reducida difusión de su amplia obra, Luis Miguel Rabanal es, en ámbitos reducidos, un poeta muy admirado. Dando un sesgo en su creación, en 2009 se adentró en el mundo de la narrativa breve con una obra de título sorprendente, Elogio del proxeneta. Continuando la experiencia presenta ahora esta serie de relatos agavillados con un título extenso, de consciente y atractiva ambigüedad. Con una suerte de humildad y acaso una irónica captatio benevolentiae Rabanal habla de «casicuentos», calificativo explicable: no son cuentos en el sentido tradicional; son visiones fugaces de la vida, elaboradas con un delicado lirismo en el que abundan finísimas sinestesias y evocadoras visiones impresionistas.

No hay en estos bellísimos cuentos ningún eco costumbrista, todo queda tamizado por el lirismo. El paisaje y los sentimientos humanos que incluyen, desde el más profundo amor hasta el suicidio, forman una verdadera poética humana. De ahí la expresión del epígrafe: «De un solo anochecer se ha de reconstruir la infancia», incluida en «Casi el dolor», un relato de ambiguo y desolado final: «Al anochecer siempre le faltan los aguzos y le sobran desgracias. Por eso es tan cobarde» (p. 26). Tal vez porque la infancia sigue siendo el refugio del hombre ante la dureza de la vida.

Hay una extraña polisemia en la descripción del paisaje (paisaje de Olleir, no lo olvide el lector) refugio casi siempre de recuerdos y vivencias infantiles que el tiempo ha transformado en alegorías de sentimiento: el primer beso, el dolor por la marcha, la soledad, la muerte... se asocian siempre a un marco delicado, casi imperceptible. La intensidad del dolor es a veces motivo de tragedia entrevista: «La carcajada de la bruja encantadora que te ofreció su navaja de herrumbre para cortar los hilos destrenzados de tu suerte» (p. 39). El paisaje desaparece a veces, por el impacto feroz del desarrollo, porque «Crecimos en este carrusel de los poderes», escribe aludiendo a la construcción de la presa. O «Aquel día fue el último día de gracia de los pinos», arrastrados por el tractor. De ahí la honda melancolía: «Hoy es octubre, casi siempre es octubre» (p. 33).

Esta armonización de lo real en el pasado y la visión mágica de los recuerdos tiene con frecuencia un final expresado en lírico epifonema, una especie de observación filosófica o, cuando menos trascendental, casi siempre empapada de tristeza o pesimismo. Pero siempre con un sentido universal. Ese sustrato psicológico, fuente esencial de la creación estética, está perenne en la belleza de esta obra, en excelente edición del grupo Leteo.

Es posible que algunos lectores observen en estos casicuentos de Luis Miguel Rabanal ecos de la visión del paisaje de Julio Llamazares en sus libros de poesía. Y tal vez otros de esos lectores piensen en los bellísimos relatos de Pablo Andrés Escapa. Si tal cosa ocurriera deberíamos darnos fervientes parabienes literarios. Todo ello colaboraría a la difusión de una obra que, ya se dijo, no ha recibido el justo reconocimiento.

Alberto R. Torices lo denuncia con claridad en su valiente «Epílogo»: «Pero es grande el asombro al comprobar que casi toda la amplia bibliografía de Luis Miguel Rabanal, incluidos estos casicuentos, ha sido editada por sellos incapaces de darle el debido alcance, el obligado vuelo. Que este haya sido el caso de Rabanal durante décadas resulta escandaloso; que hoy día lo siga siendo aún, casi nos hace perder la fe en la humanidad; desde luego, sí en cierta humanidad».

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