Diario de León

Somos lo que leemos

Somos muchas cosas y, entre ellas, somos lo que leemos. Y, sobre todo, lo que leímos en ciertos momentos de nuestra vida. Por ello es tarea inefable hablar en unas líneas de los libros de nuestra infancia. Pero-¦ que sea lo que Dios quiera. Es

Miguel Delibes «dignificó nuestra condición de niños de pueblo». Carta manuscrita del es

Miguel Delibes «dignificó nuestra condición de niños de pueblo». Carta manuscrita del es

Publicado por
NICOLÁS MIÑAMBRES
León

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Niño labrador, de las tierras de Alba, la dureza de la vida rural en los años cincuenta no admitía exquisiteces literarias, pero había en los labradores una doble afición: las Campesinas de Gabriel y Galán y los romances. No puedo olvidar el hechizo que suponía en los niños el recitado, serio y bien entonado por parte de algún familiar adulto, de «Mi vaquerillo» o «El ama». El romancero tuvo siempre un eco especial. El «Romance de la loba parda» fue el primer esqueje prendido en mi memoria, con espléndidos frutos posteriores. Y, permanente, El Fénix de los Ingenios, con su vida turbulenta, vecino de Alba de Tormes, mi pueblo. Ignoro el autor de la música del cantarcillo de Lope: «Pues andáis en las palmas, / ángeles santos, / que se duerme mi niño, / tened los ramos». Lo ignoro, pero la emoción de esos versos todavía me sobrecoge.

La pobreza bibliográfica de la escuela creaba en nosotros extrañas pasiones por obras impensables. ¿Cómo hacer creer a un joven actual que la lectura del Quijote podía servir de acicate? Con todo-¦ no lo olvidemos: la obra cervantina era lectura didáctica, hecha en alta voz, con niños que aportaban una interpretación, a veces pintoresca, de aquellas locuras descritas en las páginas. Algo semejante ocurría con la Biblia, para nosotros La historia sagrada. Ante mis ojos, una edición de 1940, «artísticamente ilustrada por Fernando Marco» muestra una alusiva a José en Egipto. Cuando conocí in situ los palacios del Nilo-¦ poco añadieron a mis recuerdos de aquella lámina. Semejante rareza bibliofílica he vivido respecto a libros de caligrafía. Aún me parece un misterio la pericia de aquellos pendolistas, capaces de plasmar una belleza plástica de inusitada variedad en obras como la de Dalmau Carles, El primer manuscrito (1916), o la primorosa obra de Esteban Paluzie, Miscelánea de documentos (1910 ). Nunca olvidaré tampoco uno de mis primeros libros, una biografía de Hernán Cortés, cuyas andanzas hicieron nacer en mí el convencimiento de que la conquista de América será siempre inexplicable. Mis abundantes lecturas de los Cronistas de Indias me reafirman en ello.

Felices tribulaciones de la adolescencia

Fueron aquellos años tiempos de lecturas inten sas y momentos de desasosiego, tiempos turbulentos de vicios inconfesables. ¿Cómo alguien que dedica buena parte de su tiempo a comentar lo que otros escriben, puede confesar haber leído con fervor novelas del padre José Luis Martín Vigil y, en especial, La vida sale al encuentro ? Pecadillos en fin de juventud de los que uno, pasado el tiempo no tiene intención de arrepentirse. Fue por entonces cuando se abrieron camino en mi vida tres libros de la benemérita colección Austral: Flor nueva de romances viejos, de don Ramón Menéndez Pidal, las Poesías completas de don Antonio Machado y el Cántico espiritual . Hay una doble explicación en este fervor: la pasión por enseñar de alguno de mis profesores y tres bloques de versos que para mí están entre los más emocionantes de la poesía española: el final del Romance del Conde Arnaldos, la estrofa octava de «En una noche escura» de San Juan de la Cruz y el verso «donde está su tierra» de Antonio Machado. De entre los contemporáneos, Miguel Delibes dignificó nuestra condición de niños de pueblo. Daniel el Mochuelo era el portavoz de la pérdida de nuestra Arcadia infantil pero nos había hecho personajes literarios.

Eran tiempos del alma mater salmantina, donde no faltaba el universitario modélico, afanoso en su búsqueda de ser como el río Tormes: Seguir el curso sin salir del lecho . Tiempos del estructuralismo, de los ecos, mínimos, del Mayo Francés. Tiempos también de las primeras experiencias en contacto directo con los manuscritos de la biblioteca universitaria. Don Fernando Lázaro me había sugerido hacer la tesis de licenciatura sobre la Relación de la Cárcel de Sevilla , escrita por Cristóbal de Chaves muy a finales del siglo XVI. En el manuscrito del padre Pedro de León, descubrí uno de los documentos carcelarios más espeluznantes, según los expertos, de la historia española. Fray Luis me llevó a las Geórgicas de Virgilio, tan lejanas y sin embargo, tan próximas.

Descubría a Proust y los secretos del alma humana en El tiempo perdido. Fue el momento de Cien años de soledad, después, claro está, de sucesivas lecturas.

Y tantos y tantos libros mientras uno pretendía enseñar literatura a los chicos. El afán por descubrirles las claves de Tiempo de silencio, tal vez la mejor novela de la posguerra. Y la literatura europea: La muerte de Virgilo de Herman Broch. Y El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrel. Y Virgilio, en su Geórgicas. Sin olvidar los libros de los amigos: Tomás Sánchez Santiago y su Calle Feria; José Luis Puerto y Las cordilleras del alba. O El espíritu áspero, de Gonzalo H. Bayal.

Como sustrato de estas líneas, disfruto de un milagro lector: los versos, inexplicables por su belleza, de Lorenzo del Reguero y Reyero, en sus Pastoradas de Cubillas. ¿Dónde pudo, Señor, ese hombre de las tierras de Rueda beber tanta cultura?

Y los libros de poesía de Julio Llamazares. Sin olvidar el laconismo lírico, de belleza estremecedora, presente en el poema de Antonio Gamoneda: «Eres como una flor ante el abismo, eres / eres la última flor».

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