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Publicado por
JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
León

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No estaba lejos, no era difícil

Joan Margarit. Edición bilingüe. Ed. Visor (col. «Palabra de Honor»), Madrid, 2011. 124 pp.

En varias ocasiones hemos prestado atención a esta poesía que pone en tensión emoción y lucidez, y que atrae no por la sorpresa formal sino por el calor de su autenticidad. Lo que No estaba lejos, no era difícil es el tiempo de la vejez, cuya vivencia modela este poemario, un tiempo que, como expresa en el epílogo, el poeta se propuso vivir con dignidad, sin desprenderse de los sentimientos de soledad y de tristeza, «que la vida va activando para situar a la muerte en un horizonte familiar». Tal horizonte lo expresa una poesía que el poeta mismo sitúa en el territorio de la sensatez, huyendo tanto de la devaluación del misterio que la poesía encierra como de su enfatización. A eso, tanto como sensatez yo le llamaría templanza, que es la sensación que me produce su poesía: serenidad, sosiego ante las amargas verdades que la vida ha ido acumulando. Conformidad o resignación se podría llamar también ese sentimiento de habitar una casa rodeada de presencias incorpóreas que van dejando un poso de tristura y la imagen de un hombre en íntima soledad con recuerdos que provocan algún consuelo y mucho desamparo. No es extraño, por lo tanto, que estos poemas breves y sobrios toquen la fibra emocional y sigan resonando cuando ya se ha concluido su lectura. El lector se deja conducir a esa habitación en la que va a pulsar la soledad, con el calor de unas pocas palabras por toda compañía que le hablan desde la añoranza de puertas que se han cerrado (las de la infancia) y desde un presente resignado sobre el que se han ido amontonando las pérdidas, tratando de acostumbrarse al tiempo de la vejez como los ojos tienen que acomodarse a la oscuridad, con actitud conforme, acaso porque a nada conduce la inútil rebeldía, con cierta ternura por lo que fue de uno («Joana») o lo sigue siendo («Raquel»), ternura también por la fragilidad de lo que más se ha querido, impregnando todo ello de una finísima llovizna de melancolía que va calando desde el principio mismo, empapándolo todo, cuando no directamente de una tristeza deseada «porque nada ampara tanto como lo hace la tristeza», y con expresión sosegada, aunque íntimamente duelan los recuerdos de algo que hoy es evanescencia. Esta poesía produce, de este modo, el calor que, como dice el poeta, él es capaz de provocar «en el incendio que, sin llama alguna, soy capaz de encender en cualquier calle»; no mengua la congoja, simplemente hace que la palpemos, por ejemplo, cuando piensa «que querrán, los que te aman, que te mueras. / Que, porque tú los amas, desearás morirte». Así que, finalmente, el libro de Margarit es una emocionada meditación sobre el transcurso de la vida y la experiencia de la vejez desde la línea penúltima del horizonte, cuando se puede tender la mirada templadamente hacia el pasado como hacia un páramo desolado, para no ver sino «todo lo que he amado y no podré / salvar nunca del frío y de la lluvia».