El encargode Leovigildo
Un mensajero llegó al campamento con un escrito del rey Leovigildo para el capitán de la campaña del norte: el muy noble Sisberto. Sisberto leyó la carta y llamó a Recaredo.
-”Nuestro señor por la gracia de Dios, el rey Leovigildo, desea ver a su amado hijo Recaredo. Nos encontramos con el rey, en Leggio. Desea que su noble hijo Hermenegildo asuma el mando de las tropas del norte.
Los hermanos cruzaron sus miradas. Recaredo pensó en Hermenegildo: «¡Así que te quedas al frente de esto-¦ buena te ha caído!». Por su parte, Hermenegildo se preguntó: «¿Qué querrá mi padre de Recaredo?». Ambos se entendieron sin hablar y sonrieron. El viaje era largo y Recaredo escogió una buena montura, un caballo de patas fuertes y crines oscuras, no había postas hasta Leggio.
El camino atravesaba montes espesos, llanuras con ganado y aldeas de diverso tipo; algunas eran villas romanas divididas entre sus ocupantes que constituían cúmulos aislados de población; otras, asentamientos de campesinos de origen godo. Cruzaron un río de aguas caudalosas, levantando espuma con los caballos. El sol llameaba y, con el trote del caballo, Recaredo sintió calor, aunque el tiempo aún era frío.
En el sofoco de la marcha, Recaredo pensó que hacía tiempo que no veía a su padre. Siempre le había admirado; recordaba cuando él era aún muy pequeño y le esperaban cerca del puente en Mérida para verle pasar al frente de sus tropas. Se había sentido orgulloso al divisarle, galopando rodeado de sayones y bucelarios. Después, Leolvigildo arribaba al palacio junto al río Anás. Su presencia lo cambiaba todo. Nada podía fallar cuando el duque godo llegaba al palacio. Los criados temblaban ante su presencia. Desde pequeño, Recaredo pudo notar cómo su padre trataba a su madre imperiosamente, con frialdad y con una cierta indiferencia. Él creía que su padre era un hombre noble, que guardaba distancias con las mujeres, sabiéndose imponer ante ellas. Su madre le temía, siempre se la veía asustada ante él. Recaredo intuía oscuramente que su madre no amaba a su padre. Nunca les decía nada en contra de él; pero el joven godo se daba cuenta de que cuando su padre desaparecía de Mérida debido a sus ocupaciones políticas y militares, su madre descansaba y su expresión se volvía más alegre. Ella temblaba siempre ante la presencia del muy noble Leovigildo y, en alguna ocasión, se rebeló contra él. Más de una noche, oyó los sollozos de ella y la voz de su padre, insultante. Recaredo no podía entender la actitud de su madre; que ella se rebelase y no acatase todas las órdenes del noble Leovigildo. ¿Acaso no era su padre el hombre más gallardo y poderoso del reino? Cualquier mujer se hubiese sentido honrada al ser su esposa.
T ras muchas horas de cabalgada avistaron Leggio, sus murallas, sus calles cruzándose de modo perpendicular, una ciudad recia, creada para albergar la Legión VII Gemina, en la que quinientos años después de su fundación persistía aún un cierto aspecto militar. La muralla ancha, formada por grandes cubos, estaba flanqueada por dos ríos: el Bernesga y el Torío. Varios puentes de origen romano los cruzababan. Fuera de los muros de la urbe, bajo su sombra protectora, tiendas y chabolas formaban un barrio de gente modesta. Entraron por la puerta del norte y atravesaron la ciudad hasta la calle ancha.
El rey Leovigildo se alojaba en la mansión de uno de los patricios de la ciudad, donde se había formado una pequeña corte. Recaredo, acompañado de Sisberto, cruzó los patios y corredores.
La guardia anunció su presencia y entraron en el interior de una sala con colgaduras y unos ventanales velados por vidrios de colores que dejaban pasar una luz fría y azulada. El rey Leovigildo, sentado sobre un escabel, en una silla amplia con aspecto de trono, alzó la cabeza cuando entró su hijo. A Recaredo le pareció que estaba abatido; sin embargo, sus ojos, enmarcados por ojeras profundas, chispeaban con la luz que siempre les había distinguido, la luz de la firmeza, de la seguridad en sí mismo y de una ambición desmedida. Aquella mirada había asustado a Recaredo muchas veces cuando era niño, y ahora continuaba siendo imperativa y turbadora. Su padre vestía con lujo, una larga capa recamada con cenefas doradas, se ceñía la frente con una diadema de oro, en sus manos lucían varios anillos en los que brillaban piedras preciosas, y de su pecho colgaba una cadena de oro muy gruesa terminada en una cruz de ágatas y topacios. Los cabellos y la barba peinados cuidadosamente con aceites caían suavemente sobre los hombros y sobre el pecho. Calzaba unas botas altas cubiertas por una túnica que le llegaba por debajo de las rodillas.
Junto a él, un obispo arriano y varios caballeros de la guardia palatina le prestaban acompañamiento.
Recaredo dobló la rodilla delante de su padre, se llevó la mano al pecho e inclinó la cabeza. Leovigildo se levantó del trono, acercándose a su hijo, al que abrazó y besó en ambas mejillas, ceremoniosamente, alzándole del suelo.
-”La campaña del norte se prolonga y hacía tiempo que deseaba veros a ti y a tu hermano. Como ves he ascendido a tu hermano Hermenegildo a capitán del ejército del norte -“dijo Leovigildo mirando a Sisberto, quien palideció al sentirse postergado-”, ya es hora de que esa campaña llegue a su fin.
-”Hemos hecho avances -“dijo Sisberto-”. Los roccones han sido prácticamente derrotados.
-”Sólo queda el nido de víboras de Ongar-¦ -”entonces el rey se detuvo y, mirando muy fijamente a su hijo, continuó-” -¦ con el que me parece que tú y tu hermano habéis tenido contacto.
Recaredo se puso serio, tragó saliva y recordó Ongar, a todos aquellos a quienes había aprendido a amar: a Nícer, su medio hermano, a su hermosa Baddo y a Mailoc, el monje santo.
-”¿Callas-¦? Sé que habéis estado en Ongar.
-”Cumplimos una promesa, una promesa que hicimos a nuestra madre en su lecho de muerte.
-”A tu madre, la montañesa, la hija de Amalarico-¦ tu madre-¦ Sí, ya veo-¦
Leovigildo calló unos instantes y después, dirigiéndose a su corte, ordenó:
-”¡Fuera todos, quiero quedarme a solas con mi hijo, el príncipe Recaredo!
L a sala se despejó de gente. El rey se sentó de nuevo en el trono, marcando las distancias con su hijo. Permanecieron a solas en el salón enorme, la voz parecía hacerles eco cuando hablaban. El padre sentado, muy erguido, dominaba desde su solio al hijo. Éste se asustó, temía a su padre y, más aún, quedarse a solas con él. El ambiente de la sala se tornó todavía más frío.
-”Dime, hijo mío-¦ ¿Cuál es el encargo de tu madre en sus últimos momentos? ¿Por qué yo no supe nunca nada de ello?
Los ojos del rey godo se inyectaron de ira, su faz aquilina se pareció aún más a la de un águila que se dispone a atacar. Recaredo recapacitó, él y su hermano habían hecho cosas a espaldas de su padre que podían no gustarle, así que respondió con voz poco firme.
-”El encargo-¦ el encargo fue rescatar una copa de manos del obispo católico de Emerita Au gusta y conducirla a un monasterio en Ongar, donde vive un monje llamado Mailoc. No os dijimos nada porque tenéis muchas ocupaciones y no queríamos añadir una más. Además-¦ además -”balbuceó Recaredo-”, temíamos-¦
-”Temíais que yo no lo aprobase, porque ese encargo guarda relación con la visita de tu madre a un prisionero del norte, unos días antes de que ella falleciese. ¿No es así?
-” Sí, padre.
-”De todo esto, lo que más me desagrada es vuestra poca franqueza para conmigo. Yo hubiese entregado la copa a ese monje santo.
-”¿Sí-¦? -“preguntó esperanzado Recaredo.
-”Lo que nunca hubiera hecho es entregar la copa -“aquí Leovigildo levantó el tono-”-¦ la copa de poder en manos de los mayores enemigos del reino godo: los cántabros de Ongar. Esa gente está poseída por los demonios. No hay manera de vencerles y ahora poseen la copa sagrada, gracias a mis adorados hijos. ¿Sabes lo que esa copa significa?
Leovigildo se detuvo para continuar hablando en voz más queda como quien confiesa algo que nadie más debe saber:
-”Yo tampoco lo sabía plenamente, solamente lo intuía. El viejo Juan de Besson me engañó una vez más. Me engañó más allá de la muerte-¦ y tu madre, la noble y dulce hija de Amalarico, también. El obispo Sunna me ha relatado el secreto de la copa de poder. He descubierto que el pueblo que posea la copa vencerá todas las batallas. ¿Lo entiendes-¦? Los romanos vencieron porque la poseían, los godos vencieron a Atila y cruzaron Europa victoriosamente porque la poseían. Ahora está en manos de nuestros enemigos los cántabros, porque mis hijos tenían que cumplir una promesa. ¿Entiendes mi enfado-¦?
-”Sí, padre.
-”¿Por qué no me consultaste? De ti nunca lo hubiera esperado. Hermenegildo es distinto, ha estado siempre demasiado cercano a su madre, es independiente-¦ pero tú, mi querido hijo Recaredo, debiste tener más sentido común.
A estas palabras, Recaredo agachó la cabeza, pensativo. Le conmovían las palabras de su padre, se sentía preferido ante su hermano y aquello le llegaba al corazón.
-”Yo sólo lucho por dejaros a vosotros, mis hijos, un reino fuerte, pero necesito que me ayudéis y no lo estáis haciendo.
-”Haríamos cualquier cosa por vos y por el reino godo.
-”¿Lo harías? ¿Harías cualquier cosa?
-”Sí, padre, lo que queráis.
-”Recupera entonces para mí la copa de Ongar.
Recaredo guardó silencio y su piel blanca se tornó rosa en las mejillas.
-”¿No me contestas?
-”No veo cómo puedo llegar hasta donde está ahora.
-”Mira, hijo mío. Tú eres mi esperanza. Te contaré los anhelos que el corazón de tu viejo padre guarda dentro. Quiero fundar una dinastía, una dinastía fuerte que dure generaciones, que perpetúe durante siglos el nombre de mi familia, el nombre de Leovigildo y Liuva, el de Recaredo y Hermenegildo. La dinastía que ha unido la noble sangre de los míos con la sangre real baltinga. Mucho se ha conseguido ya. He logrado unir a las dos grandes facciones del reino, la de los nobles y la de aquellos que apoyan el poder real. He hecho retroceder a los bizantinos a la franja costera. Gracias a tu tío Liuva, he conseguido contener a los francos, evitando que invadan la Septimania. Las nuevas leyes lograrán que los hispanorromanos, que proceden de emperadores, se unan a la raza goda. Voy a alcanzar la unidad religiosa, todo el país pronto será arriano. ¿No te das cuenta de que todo eso va a ser así? ¿Que va a ocurrir muy pronto? Y vosotros, mis hijos, tú y Hermenegildo, seréis los continuadores de un reino influyente, rico y en paz.
L a mirada de Leovigildo era febril, se hallaba trastornado por la visión de aquel reino poderoso. Recaredo se sintió sobrecogido y contagiado por aquella misma pasión. Pensó: «¿Acaso por mis venas no corre la sangre de Alarico, y de Walia, de Turismundo y del gran Teodorico?». Se sintió llamado a una alta misión. Con Hermenegildo, lo conseguiría. Inclinó la cabeza y su padre posó su mano sobre el hombro de Recaredo, quien habló:
-”Mi señor padre, podéis confiar en mí.
Después, en un tono de voz convincente, Leovigildo continuó:
-”¿No entiendes que no podemos dejar la copa de poder en manos de nuestros enemigos? Cuando todos los pueblos del norte hayan sido sometidos, entonces ya cumplirás la promesa que hiciste a tu madre y llevarás la copa o lo que tú quieras al hombre santo de Ongar.
-”Conseguiré lo que me pedís.
-”Sabía que podía fiarme de ti.
Leovigildo dio unas palmas y entraron los que habían salido antes. Leovigildo mostraba una faz muy distinta a la del comienzo de la entrevista, había rejuvenecido y en sus ojos brillaba una luz de malicia y ambición.
-”Mis hijos, Hermenegildo y Recaredo, son los portadores de la sangre real baltinga. Debéis amarlos y obedecerlos.
Los nobles y clérigos presentes en la sala aclamaron a Recaredo.
-”¡Salve a nuestro príncipe el gran Recaredo!
De nuevo Recaredo enrojeció mientras escuchaba las palabras de su padre:
-”Volverás al norte y derrotarás a los roccones y a los hombres de Ongar.
Recaredo abandonó la sala, aquella noche hubo una cena copiosa en la que se reunió toda la corte que acompañaba al rey. Bebió mucho, y rió con todos, quizá bebió de más porque en el interior de su alma persistía la duda. En su mente se libraba una batalla, estaba contento de la confianza que su padre había depositado en él; pero pensaba: ¿por qué en él y no en Hermenegildo? El cariño filial por su padre no era superior al afecto profundo que siempre le había unido a Hermenegildo. Los dos sentimientos en este momento tiraban en direcciones contrarias. Sabía que su hermano no iba a consentir que se retirase la copa de Ongar. Además, se acordaba de lo prometido a su madre. Por mucho que se hiciese a la idea de que lo cumpliría más adelante, cuando todo estuviese resuelto y los cántabros vencidos, había algo en él que se resistía a contravenir lo que su madre le había pedido en su lecho de muerte. ¡Oh, cuánto le habría gustado hablar con Lesso! Realmente en él, en el noble y viejo Lesso, era en quien más confiaba su corazón.
Por la noche, en su lecho de la ciudad de Leggio, dando vueltas a todos estos pensamientos, volvieron a su imaginación unos ojos castaños que habían reído de placer al ver la copa, le habían mirado agradecidos, y le habían salvado de la mano de Nícer. Recaredo se quedó dormido y, en sus sueños, vio aquellos ojos, antes alegres, llorar.
Se demoraron allí varios días, pues Leovigildo quiso organizar unos juegos en su honor. Por las noches corría el vino y los juglares amenizaban las veladas. Leovigildo deseaba mostrar a su hijo toda la riqueza y poderío de los que disponía. Recaredo, por su parte, se sentía halagado, el centro de todas las atenciones. Al fin, el rey le ordenó regresar al norte con una única misión, recuperar la copa perdida.
(De Hijos de un Rey Godo ,
María Gudín.
Ediciones B,
Barcelona, 2009)